Cuando sonó la alarma eran las 7,45 horas, se había dormido, se ve que había silenciado el despertador sin darse cuenta, era una hora más tarde de lo acostumbrado, en menos de una hora debía estar en su puesto de trabajo, teniendo en cuenta que el viaje le llevaba treinta o treinta cinco minutos, tan solo le quedaban otros treinta para desayunar, ducharse y prepararlo todo. Decidió no mojarse el pelo, no le daba tiempo para secárselo, y no podía irse con él mojado en invierno porque le supondría un constipado seguro. Intentó peinarse, pero su cabello fosco no acataba ninguna orden, se vistió rápidamente, y con un café bebido, se subió a su Rocinante y le picó espuela. Durante todo el camino no paraba de mirar al reloj, que en todo momento le confirmaba que todo iba bien, que llegaría a su tiempo. Se miró al espejo y efectivamente su pelo seguía sin dejarse domar, algo que la importaba muy poco, porque su autoconcepto no se veía mermado por un día sin peinar. En una incorporación a la autovía estuvo a punto de ser arrollada por un camión de gran tonelaje, –debes concentrarte, o tendrás un accidente, se dijo a sí misma–, y se centró en la conducción. Toda esta situación le hizo pasar por el cerro de Aslham sin reparar en el oráculo del día.
Al entrar por la puerta
de su trabajo, lo primero que oyó fue: “hoy ha venido la inspectora”, esas
palabras cayeron en su cerebro implicándola en la historia en primera persona,
aunque Daliça apartó esos pensamientos de inmediato: “no te preocupes, tú no
tienes nada que ver con esta visita”.
Después
de la primera clase, ya se le había olvidado lo de la inspectora, subió al
primer piso y cuando encaró el pasillo, sin saber el motivo, empezó a alargarse
como si fuera elástico, poniendo en el punto de fuga, al director con una mujer
menuda, que posiblemente sería la inspectora, –¿qué hacía allí? se preguntó–.
Sería una casualidad, volvió a insertar en su cerebro, mandándole callar. Sin
embargo, después de andar por el pasillo bajo el efecto túnel, elucubrando
múltiples posibilidades, por fin llegó a su altura. Estaban en la puerta de la
clase a donde iba ella.
–Te presento a la inspectora –dijo el director con
cara circunspecta.
–No te doy la mano por la pandemia –aclaró la
inspectora.
–Ella va a entrar a tu clase –Daliça intentó guardar
la calma, porque justo en ese día había programado la lectura de “Alicia en el
país de las maravillas” de Lewis Carroll, y el día anterior advirtió a sus
alumnos que no trajeran ni libro, ni cuaderno, ya que proyectaría la lectura en
la pantalla. Tuvo un momento de incertidumbre, –pues vamos a leer, y ya está,
se dijo–. Al entrar a la clase, presentó a la inspectora a sus alumnos, y estos
quedaron en silencio incómodo, mientras Daliça enchufaba los cables al
proyector. Aquella clase era indómita, en otras ocasiones estarían de pie
hablando unos con otros y sin orden ninguno, pero en aquella mañana guardaban
silencio todos. Comenzaron la lectura y, de manera hipnótica se fue calmando
poco a poco. La inspectora, sin interrumpir la clase y en un susurro, preguntó
a los chicos de detrás, –¡justo a los más conflictivos tiene que preguntar!, se
dijo– y después de veinte minutos, se marchó, sin dar más explicaciones y con
todo el power del mundo. Todo quedó en calma y con gran incógnita, ya
que desconocía por qué había elegido su clase de viernes para entrar en el
aula.
Al terminar la clase, un
mensajero vino a avisarla de que debía ir al despacho del director –¡otro
viernes que se quedaba sin su rato libre! –. Daliça solo pensaba en que aquel
día no se había peinado, pero estaba tranquila ya que ella no había hecho nada
punible.
Al
entrar al despacho, se quedó muy impresionada, en la clase no se había fijado
en la señora, pero allí estaba, solo le faltaba el carnet de pertenecer al club
de “la srta. Pepis”. Además, estaba el conclave en pleno, pero en esta ocasión
para nada bueno. Con toda altivez –según la correcta interpretación de su papel–,
le informó que había sido denunciada sido por unos padres. A lo que Daliça respondió
solicitando saber – de manera totalmente afable– el nombre del denunciante, lo
que hizo que la inspectora se pusiera nerviosa y contraatacara.
– El nombre del denunciante debe permanecer en el
anonimato. Deja constancia que es interina, no es que pase nada, porque no va a
perder su puesto de trabajo, ni nada parecido, pero hay que dejar constancia –dijo
dirigiéndose a la secretaria, que era la jefa de estudios.
Daliça
sintió que aquellas palabras eran un ataque directo contra ella, porque
conseguir su sueño le había costado muchos años, y se sentía amenazada, por lo que,
por algún proceso desconocido para ella en ese momento, quedó paralizada. El
hipocampo estaba inflamado y empezó a arremolinarse sangre a su alrededor,
dejando el resto del cerebro paralizado, de manera que era incapaz de hacer
otra cosa que limitarse a contestar a las preguntas que le hizo la inspectora,
que después de ciento diez minutos de en aquel despacho y acusaciones
manipuladas, de situaciones sacadas de contexto y lenguaje intimidatorio propició
que Daliça se pusiera a llorar. No entendía nada de lo que estaba pasando, no
entendía por qué aquella señora la trataba tan mal, porque sus compañeros –la
jefa de estudios y el director– no paraban aquello, porqué ella misma no lo paraba,
porqué estaba bloqueada y estaba permitiendo aquel trato vejatorio.
Al terminar salió
corriendo y se encerró en el baño a llorar, se dijo a sí misma: “ya estás
haciendo un drama Daliça”, pero aquello no era hacer drama, no era sufrimiento
inventado. Simplemente la habían tratado mal, con un trato inhumano,
intimidatorio y lo que era peor, no sabía a quién se debía la denuncia porque
la única explicación fue que una madre la había denunciado por retirarse la
mascarilla en un momento estando en clase. Sin embargo, el interrogatorio no
giró en torno a la mascarilla, ni a las normas COVID19 del centro, no. El
interrogatorio se centró en su praxis como docente y el supuesto maltrato que
ella ofrecía a los alumnos –algo inconcebible, ¿cómo iba ella a maltratar a sus
alumnos? –. Era como una puñalada en lo más íntimo de su persona. Ella que
disfrutaba de su vocación, que luchaba por hacerse respetar desde el cariño y
el dominio del mundo emocional, que enseñaba a sus alumnos el respeto a la
diversidad, las múltiples inteligencias y capacidades como esperanza para el
futuro, ahora estaba siendo acusada de ser fría, impasible, insultante, y
maltratadora. No le cabía en su cabeza y, a pesar de haber conocido a personas
manipuladoras en su vida, jamás se podría imaginar que aquello le ocurriese a
ella.
Se
recompuso, y cuando llegó su siguiente clase, con toda dignidad cumplió con sus
funciones sin que nadie se percatara de lo que le había ocurrido. Impartió la
quinta hora con toda normalidad y luego la sexta hora.
Pero
no conformes con lo que en aquel despacho había ocurrido, enviaron a la
profesora de guardia para que la supliese mientras ella volvía a ir a
Dirección. Daliça había tenido tiempo para reflexionar, para tranquilizarse,
debía volver a casa conduciendo y no se podía permitir estar despistada. No
entendía nada de lo ocurrido, ni el motivo por el que aquella señora se había
comportado así, ni porqué sus compañeros presentes no le había echado una mano,
tampoco entendía por qué ella quedó bloqueada, pero lo que sí tenía claro es
que las continuas visitas al despacho del director se iban a ir acabando. Llegó
allí escucho excusas vacías que no le convencían y se marchó para casa. Era
viernes, después llegaría el fin de semana, y luego quedaban tres días para las
vacaciones, en donde reflexionaría, encontraría la paz y analizaría lo
ocurrido.
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