jueves, 30 de abril de 2015

LOS LIBROS Y CINCA

Mis primeros libros los leí en casa, en una habitación había una estantería que tenía libros infantiles, éstos me atraían porque tenían dibujos y podía saber lo que pasaba en sus historias rápidamente tan sólo con leer las viñetas, eran una ventana abierta a otros mudos que me envolvían. Allí había una colección de los cuentos de Perraut –La bella durmiente, Caperucita roja, Pulgarcito, Cenicienta…etc. –, Las Aventuras de Tom Sawyer, Simbad el Marino, Bajo las Lilas de Loise May Alcott…etc., todos de la colección Historias selección. Los cuales pronto había leído y releído, por lo que siendo muy niña busqué libros por otros lugares, encontré libros de mi madre como la colección de Pearl S. Buck, o El señor de los anillos de J. R. R. Tolkien de mis hermanos, que pronto me hicieron desistir ya que no los entendía mucho. Sin embargo había algo que me atraía de los libros. Un día descubrí un lugar en el que había libros para los niños y para adultos, el único inconveniente era que estaba lejos de mi radio de acción y siendo niña de corta edad no me dejaban ir tan lejos, por lo que en el momento me tenía que limitar a esos días en los que acudía algún mayor conmigo para asistir a la biblioteca, más adelante ya podía ir sola y me hice asidua de ella. La biblioteca era un edificio muy grande situado en el paseo del Miradero en el que en algún momento instalaron una escultura enorme en conmemoración a Alfonso X “El sabio”, había dos entradas una a la gran biblioteca de adultos y otra, el camino que siempre elegía yo, a la sala infantil. Mi sueño era pasar a la de adultos, pero en varias ocasiones me instaron a volver a la infantil. La sala infantil casi siempre estaba llena de niños como yo y había algo en ella que a mí me producía mucha risa, la bibliotecaria nos instaba a guardar silencio, incluso se vio en la obligación de echarnos en varias ocasiones. Nunca me expliqué por qué sentía esa necesidad de hacer reír a mis compañeros, quizá era el silencio o la necesidad de transgredir las normas, el resultado fue de repulsa total de la bibliotecaria hacia nuestro grupo, por lo que tuvimos que dejar de asistir. Por este motivo y por otros, nos pasó lo más apasionante que puede pasarle a un niño, y fue la formación de nuestra propia biblioteca, la actividad principal de nuestro club y es que, cuando apenas teníamos 11 años, mis amigas y yo fundamos el Club MALOPAJE, el nombre fue elegido después de varias propuestas y por unanimidad y se formó con las dos primeras letras de nuestros nombres. Con sede en la terraza de la casa de una de nosotras, desde donde veíamos la torre de la catedral, este club fue toda una incursión en el mundo de la cultura. Todo lo referente al club era apasionante, nos reuníamos para hacer las fichas de los libros, que nosotras mismas llevábamos. Apuntábamos quién prestaba el libro, la fecha de entrega, la fecha de renovación…etc., con este método conseguimos leer otros libros que los que tuviéramos en nuestra propia casa. Pero lo más importante fue el paso hacia adelante que yo experimenté, ya que a esa edad ya había llegado a la conclusión que ningún chico me quería y que las relaciones de amistad no serían mi fuerte. En ese momento ya me había sentido despreciada por los chicos y las chicas del colegio, ya había sentido que el mundo sería un lugar difícil para mí y que solo la madurez podría curar tal descalabro. Algún tiempo después descubrí la biblioteca del Instituto “El Greco” en donde acudía siempre que podía, muchas veces en busca de silencio, otras en busca de información para los estudios que estaba realizando y siempre buscando una sensación placentera, pero fundamentalmente porque allí tenía todos los libros que necesitaba ya que estudié el bachillerato sin que mis padres me compraran ni un solo libro de texto. No tardé mucho en iniciar mi propia biblioteca, por lo que comprar libros formaba parte de mi presupuesto semanal, clásicos,libros de poesía, novelas, sobre todo novela histórica empezaron a formar parte de mi hogar, entonces ya era independiente. Todo tipo de libros que pronto necesitaron un mueble especial para ellos, capricho al que accedí sin ningún tipo de reparo. Luego fueron apuntes, más libros, cursos, folios encuadernados que almacenaba, los libros de la herencia de mi madre…etc., los libros estaban invadiendo mi espacio, por lo que después de veinte años de acumular polvo y quedar en el olvido decidí liberarlos, dejar que las palabras hablen a otros, por lo que fui dejándolos en un banco, en la biblioteca de un colegio, sobre un poyete de la calle, el proceso se convirtió en liberador para ellos y para mí. Más adelante dejé de comprar y en su lugar volví a tener una gran relación con la biblioteca, en ese caso la del paseo del Miradero ya no existía, por lo que acudo a la del Alcázar. Ahora dejo que las palabras me elijan por cualquier medio e intento reciclarlas. Hoy todos los días publican libros, en mi ciudad, en la de al lado, el la de más allá, libros y libros, miles de palabras y sentimientos confeccionados por la creatividad del hombre, mi tendencia es al silencio mental, a la búsqueda de la singularidad frente a la verborrea de otros, otro proceso más en un camino hacia la libertad.

jueves, 23 de abril de 2015

VINOS Y CERVEZAS, SUCURSAL DEL BOTERO


Algunos recuerdos de mi infancia y adolescencia transcurrieron en las tabernas de mi barrio. En esta época no teníamos ni Wii, ni Nintendo, ni Game boy, ni Playstation. La vida se desarrollaba más en las calles y en contacto con la gente. Los niños acudíamos a jugar a las máquinas –entonces no sabíamos que a estas se les llamaba juego de Pinball–. Esta costumbre la adquirí por el ejemplo de mis hermanos mayores, pronto encontré gran fruición por este juego.


El Pinball era un juego electrónico de mesa muy frecuente en las tabernas, las máquinas se componían de un tablero horizontal inclinado y otro vertical que hacía de contador de puntos, estaban decoradas con colores, dibujos –a veces del oeste, otras del mundo Marvel de comic–, luces y sonidos muy llamativos. El juego consistía en sacar la bola a través de un resorte, colocado a la derecha del tablero, que la impulsaba hacia la parte alta y en su camino chocaba con marcadores electrónicos que aumentaban la puntuación, era un continuo rozar en los marcadores y aumentar la puntuación, todo dependía de la maestría del jugador y a veces de la suerte. La bola caía por su propia inercia hasta llegar a unas paletas que el jugador accionaba a través de unos botones colocados en los laterales, se hacía con cierto efecto para conseguir relanzarla y llegar a los marcadores para obtener más puntos. A una puntuación determinada se conseguía una bola extra, y más puntos ganabas una partida extra. Mi hermano tercio era tan bueno que podía echar toda una tarde jugando con tan solo cinco pesetas. Yo solía esperar a su lado hasta que éste se cansaba y me dejaba jugar.
Entre las tabernas en las que había las máquinas más atractivas estaba “El botero” o “El roña” –que era así como se conocía popularmente–, aunque había un cartel en la puerta que ponía: “Vinos y cervezas, sucursal del botero”. Este bar estaba dispuesto en dos grandes estancias, la primera situada a la entrada en donde estaba la barra y la otra al fondo, en el paso de una a otra se encontraba el retrete, que consistía en una superficie de porcelana situada en el suelo con dos huellas en donde se suponía que había que poner los pies y un agujero de desagüe; las escalera que subía a la vivienda del dueño del bar; y un pasillo de paso en donde estaban las máquinas. Ambas salas estaban decoradas con carteles taurinos, mesas de hierro y mármol, bancos de madera pegados a la pared y taburetes. En esta taberna los mayores jugaban a las cartas, sobre todo al mus, para las apuestas empleaban las chapas de los botellines, por lo que en el ambiente estaba el sonido metálico de estas contra el mármol, así como las voces que los jugadores –que en muchas ocasiones eran nuestros padres–, que se oía órdago a las grandes, órdago a las chicas, envido... recuerdo una atmósfera llena de humo y un ambiente inolvidable.
Otra taberna que también frecuentábamos era la de “el señor Pedrín y la señora Pedrina”, no sé si tenía algún nombre oficial, pero nosotros lo conocíamos por ese nombre. Esta era menos frecuentada, ya que los dueños tenían un carácter un tanto peculiar. En ella no se podía dar golpes a la máquina, con lo que se hacía más complicado hacer puntos y cuando la señora se enfadaba con los chicos los echaba del bar aduciendo que trataban mal a la máquina, sin embargo nosotros siempre le caímos bien. Lo único característico de esta taberna eran los baldosines cerámicos que había en el zócalo, en ellos había todo tipo de refranes como: “la madrugada del pellejero, que le daba el sol en el ombligo y decía que era el lucero”, “tripa llena, corazón contento”, “comiendo con vino no hace daño lo más dañino” y otros muchos que ahora no recuerdo.
También estaba el bar la Campana, muy característico porque el dueño tocaba la misma cada vez que le dejaban una propina. En este había una máquina de pinball. Sin embargo años después hubo una máquina electrónica que se llamaba “DONKEY KONG” que para mí era la mejor máquina que jamás he jugado, quizá porque  pasó ya en mi adolescencia y yo tenía más independencia. En este caso la partida costaba veinticinco pesetas.
Luego llegó la maquina creada por Arcade Moon Cresta (Nichibutsu) –popularmente conocida por la de marcianitos o ensamble–, que a mí no me gustaban nada, pero a mi chico a sus amigos les volvía locos, se podían pasar toda la tarde en el bar Río o el bar Alcázar –este último conocido por todos por  bar “el Champi” o bar “el guarro”, estos dos bares ya estaban más lejos del barrio lo que nos permitía mayor intimidad en nuestras acciones de adolescentes. En esta máquina ni chico tenía el record de todo Toledo y en todas ponía nuestros nombres como señal de su amor hacia mí. El bar que más nos gustaba a las chicas era “el guarro” porque tenía una máquina de música que nos permitía estar más entretenidas. Allí escuchábamos insistentemente “El muro” de Pink Floyd, “Polvo en el viento” de Kansas y otras que me ponen melancólica, una edad sin responsabilidades, de risas y amistades que permanecen y que nunca volverá.



© Lola Lirola, 23 de abril de 2015.

sábado, 18 de abril de 2015

EL PRIMER AMOR DE CINCA


            Crecí con la certeza de que era buena y siempre dudando de ser bella, todo por una frase que repetía mi madre como si de un mantra asfixiante se tratase: “…tu hermana es muy guapa, pero tú eres muy buena…”, ¡Cuánto odiaba esa frase!, porque implicaba que yo no era guapa, ¡Cuánto odiaba ser buena!, pues yo prefería ser guapa ¡Cuánto poder tienen las palabras de una madre! Que nos hacen creer mentiras. A lo largo del tiempo parecía confirmarse, sobre todo cuando veía que las alabanzas que los chicos regalaban a las chicas siempre iban dirigidas a otras.
            Y sin embargo, de la manera más tonta y sin deseo alguno, como ocurren las cosas buenas de la vida, vino a mi vida el chico ideal. Un día mi amiga Cristina me pidió el favor de acompañarla a ella y otros dos amigos, vecinos de su barrio, la intención de ella consistía en ligar con uno de ellos y quitarse de encima al otro, que por lo visto llevaba tiempo enamoriscado de ella, ¡vamos una plan perfecto!, ambos chicos estarían pendiente de ella y yo solo sería la carabina nada más. Así fue como conocí a mi primer amor, yo tan solo tenía doce años, el primer encuentro con el que sería el amor del resto de mi vida, a partir de ese momento buscábamos coincidir en los momentos que nos dejaban nuestros quehaceres. Para mí era el macho perfecto, ya que yo con esa edad había desarrollado y había alcanzado mi máxima altura, sin embargo los chicos de mi edad eran todos muy menuditos y yo no veía a ninguno apropiado para mí. Al contrario que este, ya que era un gran mozalbete, guapo, moreno, alto, con buena genética para nuestros futuros hijos, bien es cierto que había mucho que pulir y teníamos que empezar cuanto antes. No sé cuánto duró ese escarceo, lo que sí conozco es que le tuve que dejar ya que él, algo mayor que yo, tenía las hormonas muy revueltas y se interesaba demasiado por jugar a las prendas, haciendo trampas para besarme siempre que podía, en la mejilla por supuesto.
Después de dos años y con nulo éxito entre los chicos de mi edad, un día volví a verle, fue por mayo, estábamos en los coches de choque en la Vega, allí solíamos reunirnos toda la muchachada adolescente. Después de un intento fallido, a la semana siguiente le cogí por banda –para mí una acción a la desesperada– y le obligué a pronunciar las palabras que toda chica quiere oír. Me gustaría decirte algo –le dije con mucha picardía–  pero es el hombre el que tiene que pronunciar esas palabras, él enseguida se percató de la maniobra y como él también andaba desesperado en sus éxitos con las chicas, me dijo. “¿Quieres salir conmigo?”, yo le dije que sí por supuesto pero con una condición: nada de besos, de aquella conversación tuvimos como testigo a un álamo viejo y el Tajo en el horizonte, todo obedecía a un plan predeterminado no sé muy bien de quien, pero desde entonces mi alma quedó ligada siendo muy niña a la de mi amado, comenzando un camino hacia la libertad, yo contaba tan solo con trece años y él dos más, por mi alma no ha paseado jamás otra alma que la suya, amoldándose de tal manera que hoy no se diferencian.
© Lola Lirola, Toledo 17 de abril de 2015.

AMOR OMNIA VINCIT

¿Podría vivir yo sin tu amor?,
me pregunto,
podría llegar la noche
y no sentir ese calor
que me envuelve,
abrigándome del frío,
o es tal vez ese frío
una entelequia que no existe,
que me invento porque sé
que tú me abrigas.
¿Podría vivir yo sin tu amor?,
y en su defecto, otra piel
acariciara mi esperanza.
¿Podría vivir yo sin tu amor?,
y acostarme con la duda
que hoy no tengo,
y el dolor que tu me libras,
y el rencor que desconoces.
¿Podría vivir yo sin tu pasión?,
o ¿no es pasión lo que tú tienes?,
pues no lo sé, pero en tus ojos,
ya plegados por los años,
se dibujan chiribitas,
cada vez que soy feliz,
cada vez que nos unimos
y tu notas la evidencia.
¿Podría vivir yo sin tu amor?,
te contesto,
¿Podrías vivir tú sin la vida?
De igual manera que sin vida,
yo sin tu amor no podría vivir.

© Lola Lirola, Toledo, 10 de abril de 2014.


viernes, 10 de abril de 2015

EL PATIO DE RECREO DE CINCA
            Nací en una época en la que los niños podían permanecer en la calle sin ningún peligro, en la que los hermanos mayores cuidaban de los pequeños, en la que las personas mayores eran co-educadoras y se hacían responsables de que a los niños no les sucediera nada y si les sucedía, de atenderlos, una época de mi vida en la que la dimensión tiempo no tenía poder sobre mí. Por todo esto, los niños no temíamos frecuentar la calle para jugar y así trascurrió mi infancia, sobre todo el tiempo libre que permitía el colegio y sus tareas,.
El lugar más frecuentado por todos los vecinos del lugar, era la plaza del Ayuntamiento o como se llamaba entonces la plaza del Generalísimo – los niños la llamábamos “la yunta” –. Ese era nuestro patio de juegos, el cual estaba enmarcado por cuatro edificios emblemáticos que lo hacían extraordinariamente bello, al Norte limitaba con el Palacio Arzobispal, al Este con la Catedral, al Oeste con el Ayuntamiento y al Sur con el Palacio de Justicia.
Este espacio se percibía distinto según las épocas del año: en otoño, la lluvia interpretaba su sinfonía con el crepitar de las gotas, los goterones se precipitaban desde lo alto instando a la gente a las prisas, el agua caía humedeciendo las piedras y las hiedras que habían prendido su existencia sobre el almohadillado del piso bajo del edificio del Ayuntamiento, se convertía en el lugar idóneo para que las niñas buscáramos caracoles, cantando la canción: “caracol, col, col, saca los cuernos al sol, que tu padre y tu madre ya los sacó”, las piedras se tornaban grises y marcaban el comienzo de una agenda escolar que regía la vida de niños y mayores; en invierno la plaza era inhóspita y fría, alrededor de la torre de la catedral se formaban unas corrientes de aire que eran peligrosas para los catarros y para las faldas de las muchachas. Tan sólo acudíamos a la plaza si algún sábado o domingo por la mañana hacía muy buen día, entonces mi madre nos lavaba el pelo y nos hacía ir a “la yunta” a que se nos secara al sol, veíamos a los turistas embelesarse con la ciudad y hablar en otros idiomas que nos hacían imaginar otros mundos que alguna vez podríamos visitar; en primavera, la plaza tomaba vida, la gente ya no pasaba de largo sino que permanecía, así desde que comenzaba el cambio de hora –a finales de marzo– y las noches tardaban en llegar, los muchachos acudíamos tras terminar las tareas del cole y jugábamos. En esa plaza he jugado al “güa”, al corro de las patatas, a policías y ladrones, con los patines, a “Churro, media manga, manga entera”, a matar, a la comba, a las muñecas, al escondite inglés… a todos los juegos de niños posibles e imaginables. En esa plaza nos hemos subido a los monumentos –entonces no entendíamos de arte– hasta que nos pillaba algún mayor y nos hacía bajar. Hemos besado el anillo al Cardenal cuando salía de su palacio y nos hacía el gesto para que le besáramos la mano. En esta plaza acunamos una infancia feliz, llena de amor y amistad. Pero si había una época del año en la que disfrutábamos con extrema fruición, era el período de las fiesta del Corpus, entonces la plaza se transformaba en un lugar extraordinario, con nuevas perspectivas por descubrir. En un primer momento los operarios del Ayuntamiento instalaban una tarima-escenario en donde se desarrollaban espectáculos y conciertos específicos para las fiestas, los niños ya sabíamos que aquello comenzaba, el entramado de hierro que se necesitaba para soportar la tarima se nos antojaba un lugar en donde las geometrías se convertían en nuestra zona preferida para correr, para escondernos, para vivir la plaza. De pronto el espacio se convertía en un lugar mágico, en donde desarrollábamos nuestra imaginación. En los días previos –que casi siempre coincidía que no teníamos colegio por la tarde– podíamos ver representaciones en esos escenarios, así como ensayar a cantantes, bailarines, actores..., allí he visto los coros y las danzas de numerosos pueblos de Toledo y de otras provincias, he visto a Raphael, a Jaime Morei, a Alberto Cortez, a George Mustaki, a Tete Montoliu…etc. y tantos que ya no recuerdo. Mi madre coleccionaba autógrafos de estos artistas. Nosotros no comprábamos entrada en los conciertos, pero siempre estábamos en el ensayo y lo escuchábamos desde las barreras que situaban en los accesos a la plaza, estos se abrían cuando quedaban veinte minutos para terminar dejando pasar a todo el mundo, ya que durante el tiempo que estaban cerradas, si algún vecino quería pasar por la plaza, porque fuera su ruta acostumbrada, debía darse la vuelta por otras calles, un camino largo que disparaba las quejas de éstos, por lo que el Ayuntamiento daba la orden de abrir las barreras al final del concierto.
En verano, las altas temperatura calentaba las vetustas piedras, el calor se hacía inaguantable y solo podíamos disfrutarla por la mañana temprano y al atardecer en que los vencejos chillaban agitados habitando por cientos el cielo, despejando de mosquitos toda la plaza. En esas fechas, nos dejaban estar en la calle hasta bien entrada la noche, ya que eran los únicos momentos en los que la ciudad podía respirar. Sin embargo, los mejores recuerdos se fraguaban en verano, ya que gracias a las vacaciones escolares el tiempo libre aumentaba y nos permitían estar mucho más.
En mi infancia fueron mis ojos observadores de primera en un lugar privilegiado y hoy mi memoria no se cansa de evocar bellos recuerdos que están grabados.

Lola Lirola, Toledo 9 de abril de 2015

jueves, 2 de abril de 2015

Semana Santa

SEMANA SANTA
            Mi casa estaba a mitad de camino entre el seminario y la catedral, por lo que todas las fiestas litúrgicas resonaban en mi atmósfera de una manera especial. Un continuo ir y venir de sotanas negras aparecían constantemente como un teatro representado para nuestras retinas, lo que nos anunciaba que alguna fiesta estaba celebrándose. No obstante, otras pistas como el aumento de gente en la calle o las prisas por comprar también denotaban que la ciudad tendría fiesta y por tanto se cerraban los comercios.
Mi hermano tercio era uno de los seises del colegio de Infantes –además de sus ensayos semanales– en estas fechas aumentaba su participación en la escolanía de la catedral, lo que se traducía en ensayos y más ensayos. Por su parte, mi madre debía tener muy limpia la vestimenta, ya que Tercio saldría en las diferentes procesiones y tenía que ir como la patena. Mi hermano estaba muy bien considerado entre la curia catedralicia, ya que poseía una voz privilegiada, aparte de ser un niño guapísimo y muy educado. Para el domingo de Ramos, después de la procesión, alguna vez le regalaban una palma, que mi abuela colocaba en el mirador del primer piso.
A lo que sí acudíamos, como todos los ciudadanos, era a las procesiones, sobre todo a aquellas que se celebraban el Jueves y el Viernes Santo. Durante la espera el público se disponía en las aceras a lo largo de la carrera procesional por las calles principales de la ciudad, los vecinos que tenía la suerte de vivir en los recorridos solo tenían que asomarse a sus balcones, que se llenaban de amigos y conocidos. En estos momentos se veían diferentes actitudes, aunque todas eran de respeto. El universo de los niños siempre tenía diferente realidad que la de los adultos, así ocurría que jugábamos con unas pelotas de serrín –los chicos las empleaban para levantar las faldas a las muchachas–, las cuales comprábamos en unos puestos que se situaban estratégicamente en lugares más anchos a lo largo de la carrera procesional, en donde también se podían comprar carracas o rodajas de coco, entre otras cosas para hacer la espera más llevadera o más bien para hacer negocio, ya que sabían que durante las fiestas los padres eran más dados a gastar dinero.
Al llegar la procesión un silencio sepulcral se apoderaba del espacio, tan solo roto por la música de tambores y trompetas. Cada paso procesional pertenecía a una cofradía, los hermanos cofrades acompañaban a sus pasos como penitentes vestidos con capirote todos del mismo color, que se diferenciaba de otras cofradías por tener diferentes colores, un uniforme que a todos les hacía anónimos, sin embargo, a veces jugábamos a distinguir de quién se trataba, por los zapatos, por el volumen corporal, por las manos o por las gafas que salían a través de los agujeros de tela hechos especialmente para los ojos. Acompañando a los pasos también iban mujeres de riguroso luto con peinetas, algunas de una belleza extrema, que aunque fueran muy recatadas, despistaban la mirada de todos, no ocurría así con otras que aunque se vistieran elegantes permanecían fuera de toda estética femenina.

            En nuestra familia la cocina era el lugar en donde sí sentíamos que era Semana Santa. Mi madre era una gran cocinera y mejor gourmet, a lo largo de su matrimonio había desarrollado sus virtudes culinarias hasta el extremo, ya que mi padre apenas comía, sólo le gustaban algunos dulces y tenía una tendencia natural a aburrirse de las comidas. Sin embargo, mi madre hizo del defecto de mi padre, su gran virtud y buscó la manera de hacer diferentes platos exquisitos que le abrieran el apetito, de los que disfrutábamos todos, principalmente a lo largo de las distintas fiestas que se desarrollaban. En estas fiestas, había varios platos que sobresalían en su repertorio y que hacían las delicias de mi padre. Cuando comenzada la Cuaresma, acudía al mercado de abastos y compraba bacalao en salazón, que el dependiente le cortaba con una guillotina especial para ese pescado, lo distribuía para las diferentes comidas e iba desalándolo según su planificación. Con el lomo, hacía un bacalao con tomate que quitaba el hipo, a mi padre le encantaba el bacalao y aunque sólo se tomaba una tajadita, siempre era la más gorda. Con la falda del pescado, los viernes hacía el potaje de vigilia, pero también unos buñuelos que a mi padre le pirriaban –como decía mi madre–.

Pero su plato fuerte eran las torrijas, las hacía por primera vez para el día del padre y luego durante toda la Semana Santa. Mi madre no hacía una barra de pan, sino que convertía la cocina en un obrador de pastelería, ya que éramos muchos y muy golosos. Así ocurría que en casa olía a caramelo, a leche dulce y canela haciendo que nuestros recuerdos busquen cada Semana Santa imitar esos aromas que nos recuerdan que una vez fuiste lo esencial en nuestras vidas.