viernes, 27 de marzo de 2015

EL PRIMER CONTACTO DE CINCA CON EL ARTE.


Para mí la alegría llegaba al alma con la primavera, siempre llovía y lo recuerdo porque era el cumpleaños de mi hermano Tercio. Ese año cayó agua como si no hubiera un mañana, en abundante caudal bajaba desde la Calle de Arco Palacio, atravesaba la plaza del Ayuntamiento y seguía su camino para juntarse con la que llegaba apresurada de la Calle de la Ciudad, ambos torrentes unían su cauce en el inicio de la Calle Pozo Amargo buscando el camino cuesta abajo hacia una horizontal, yo venía del Ayuntamiento y mis pequeñas piernas no daban más de sí para saltar los torrentes que se había formado, si pisaba el agua sabía que era bronca segura, ya que tenía una tendencia natural a resfriarme, así que opté por refugiarme bajo una de las puertas de los almacenes de los operarios del ayuntamiento, no veía la manera de salir, estaba segura que en casa estarían preocupados por mí, no hacía mucho que me quedé dormida debajo de un aparador del salón y se lío una muy gorda en casa, ya que toda la familia estuvo buscándome pensando que algo malo me había pasado. Mi preocupación crecía y no veía a nadie conocido para pedirle ayuda, de pronto vi al hijo del practicante, parecía fuerte, seguro que se acordaba de mí, ya que yo solía frecuentar la clínica de su padre, efectivamente, él mismo intuyó mi zozobra y se ofreció para cruzarme aquel torrente que se había formado, me cogió en sus brazos como si de una pluma se tratase y me llevó a salvo, así se convirtió para mí en un héroe.
Agustín Barahona era un practicante que tenía una clínica en la calle Santa Isabel, yo por cuestiones de salud la tuve que visitar en numerosas ocasiones, a veces incluso él venía a mi casa. Desde que nací, yo tenía problemas respiratorios, lo que se traducía en constipados que debían ser tratados con medicación que requería pinchazos de la agujas del practicante. La clínica olía raro, incluso cuando él venía a casa, solía llevar un maletín, del que sacaba un recipiente de acero inoxidable en donde quemaba alcohol –eso era lo que olía raro– necesario para esterilizar la jeringuilla. Eran tantos los resfriados que había cogido en mi corta vida, que ese año el medico decidió operarme de las anginas. Esa fue mi primera intervención, algo de poca importancia ya que fue ambulatoria, a la cual acudí con mi hermano Segundo y como era tan pequeña, él me tuvo que sentar en sus piernas para facilitar la labor de los médicos, yo pensé que estando mi hermano nada me podría pasar, enseguida se esfumaron los pensamientos, ya que me durmieron totalmente con una mascarilla. Cuando me desperté tan sólo recuerdo la sensación húmeda de cuando me oriné sobre él, íbamos para casa en un taxi. Mi casa se convirtió en un ir y venir de gente, tías, vecinas, abuelos y amigas de mi madre, todas ellas traían helados, natillas y yogures que yo no podía comer porque me dolía mucho –algo que les vino muy bien a mis hermanos que dieron cuenta de todos los majares–. Al llegar a casa mi madre me instaló en su cama, para mi ese era el mejor lugar en donde recuperarme de ese dolor en la garganta. La cama de mi madre era grande y tenía su aroma impregnado, aroma de su amor que tanto necesitaba, aroma a su sonrisa, aroma a su dedicación, a la necesidad de que me solucionaran los problemas. Ese año tuvo que ser muy duro para ella, ya que por desgracia fueron muchas las veces que mi madre me metió en su cama.
Ese año fue muy duro, sin embargo ocurrió algo que marcaría toda mi vida –como siempre me ha ocurrido en los malos momentos, la vida para compensar me ha dado los mejores regalos–. Ese año colocaron en frente de mi casa la galería de arte Tolmo -se podía ver desde la ventana del comedor de casa-, fundada por unos jóvenes que comenzaban su andadura en el arte. Ellos reformaron un sótano, que parecía imposible entre en luz, en un espacio en donde se podía ver arte, prácticamente era el único lugar en la ciudad en donde se podía disfrutar de arte contemporáneo. Ya llevaban varios días entrando y saliendo del local, nosotros aún no sabíamos qué iban a poner allí. Un día estaba mi hermano Segundo escuchando un remix de The Beatles, el continuo cambio de ritmo era dinámico y apetecible –yo conocía todas las canciones, las tatareaba en un inglés inventado–, cuando a nuestra ventana se asomó un joven con gafas y nos pidió que por favor pusiéramos una música más homogénea no tan cambiante, ya que estaban pintando al ritmo de ella y tanto cambio les confundía. Nosotros muy educados accedimos a tal petición, no sin aprovechar para preguntarle a qué iban a dedicar el local, a lo que respondió que sería una galería de arte. Algo que nos extrañó mucho ya que no era algo muy común en nuestro ambiente familiar.
Ese fue el principio de mi gran pasión por el arte contemporáneo, toda mi infancia la pasé imbuyéndome de imágenes de arte que calaron en mi subconsciente, la mayoría de las veces no tenía ni idea de lo que estaba mirando. Efectivamente la galería se inauguró y comenzó un continuo ir y venir de artistas y exposiciones. El espacio quedó de lo más correcto, según se entraba existía un área en donde se podían establecer cuatro y cinco cuadros, la sala dividía su espacio gracias a una gran escalera de caracol  de hierro que subía al primer piso, en frente otra escalera conducía a una gran sala bajo tierra –casi una cueva– en donde se podían ver la mayoría de las obras. Otras estancias se distribuían al fondo de la sala a píe de calle, también cavadas bajo tierra, allí había una exposición permanente de obras de autores que ya habían expuesto allí. Esta era una galería pequeña pero coqueta. Cada quince días mi calle se llenaba de gente que acudía a la inauguración de una nueva exposición. Yo solía acudir con mis amigas, como entretenimiento a ver los distintos cuadros que colgaban en sus paredes blancas. Es esas paredes vi obras de Lucio Muñoz, Eusebio Sempere, Alberto Sánchez, Perelló, Amalia Avia, Pablo Serrano…etc., y de tantos artistas, sin embargo no sabía lo que estaba mirando, años después he sido consciente que mi amor por el arte procedía de un continuo acostumbrar mi mirada a esas obras que yo no entendía. Mis amigas y yo íbamos cada vez que podíamos a ver los cuadros, recorríamos las salas, subíamos las escaleras, nos encantaba disfrutar de las obras como si entendiésemos de arte. Si alguien hablaba de una obra, nos poníamos a su lado e intentábamos ver aquello que estaba explicando.
Pero lo que más me llamaba la atención era la casa de al lado de la galería, un piso que habían alquilado como estudio de artistas los del grupo. Allí entraban y salían todo tipo de jóvenes, muchos de ellos con barba, también había una chica asiática –luego supe que se llamaba Kasué–, no se veía un ambiente muy distinto al de mi familia. Alguna vez había pillado a mi abuela espiarlos desde el mirador –que por algo se llamaba así–, para mí todo era en ellos era emocionante. De entre todos el que más me gustaba era Raimundo de Pablos, a mí se me recordaba a algún personaje de un cuadro que había visto en alguna parte, otro de mis enamoramientos de niña. Pero también me llamaba la atención un señor que salía en la televisión –Fernando de Giles–, según mi madre era un reportero de guerra y es que siempre he sido muy impresionable.
Estos fueron mis primeros contactos con el arte, gracias a ellos quise forzarme a aprender esa semántica que no entendía, que mi retina no tenía como familiar. Gracias a esa galería aprendí que el arte debe estar al alcance de todos, pero no todos entienden su lenguaje, también entendí que la vida te habla, pero que a cada uno con su propio idioma.

lunes, 23 de marzo de 2015

EL ABUELO FAMILACIA



Yo solo conocí a dos abuelos: mi abuela por parte de madre y mi abuelo por parte de padre –en otras épocas la muerte sobrevenía a muy temprana edad–. De mi abuela poco puedo decir, pues nunca ejerció como tal, era de aquellas que andaban con preferencias entre sus nietos y yo jamás estuve entre sus quereres. Ella era la viuda de Familiojas –se quedó viuda muy joven y disfrutó de su estatus durante mucho tiempo–, llevaba abrigos de astracán, joyas variadas y vestidos hechos a medida. Los sábados frecuentaba “el Café Español” –un lugar ubicado en la plaza de Zocodover esquina calle Comercio, muy pintoresco que tenía frescos pintados en el techo –, allí acudía con sus amigas viudas, solían situarse detrás de los grandes ventanales para poder tomar el pulso a la ciudad. Seguramente algún otro nieto, a los que regalaba su amor podría escribir mucho más. Sin embargo, a mí se me antoja más apetecible hablar de mi abuelo, ya que tuve la gran suerte de tener al mejor entre los mejores, tenía el don de contar historias fantásticas de otros tiempos y ejercía como abuelo con todos y cada uno de sus nietos, sin distinciones o al menos así nos hacía sentir a todos.
Pedro Familacia –padre de mi padre– era peluquero de profesión –en sus buenos momentos tuvo una barbería y una peluquería de señoras en Zocodover, lo que le sirvió para ganarse el mote de “el marica” –; monárquico de convencimiento –hay que entender que nació en el siglo XIX–. Había nacido en el Palacio de Fuensalida, en la localidad de Fuensalida (Toledo), ya que a su madre Dolores le sobrevino el parto estando su marido Nemesio –que era sastre de alta alcurnia– haciendo unos trajes al conde de dicha localidad, tarea que le llevó bastante tiempo, por lo que formaron parte del servicio del conde durante algún tiempo. Tuvo una vida rica en desgracias, lo que le hizo ser todo un superviviente, pero en su rostro jamás quedó reflejada la desgracia y la vida le regaló longevidad suficiente para ser mi primer maestro.
Cuando yo le conocí, ya era viejo, andaba doblado por las lumbares, apoyaba una mano anudada por la artrosis en un bastón y la otra en la espalda, arrastraba los pies intentado dejar huella en la tierra que le vio nacer. Sin embargo su porte hablaba de otros tiempos en los que fue un hombre alto y elegante. Él siempre vestía de traje, camisa blanca y corbata negra como manifestación del luto que guardó toda la vida a su mujer y a su hija. En invierno un abrigo por los hombros adornaba sus andares cansados. Su mirada risueña se dejaba entrever detrás de unas gafas redondas de montura de concha de carey, una amplia sonrisa había acentuado los pliegues configurando un rostro guasón y afable. De él heredé las chatas, las orejotas grandes, las lentes y ese andar cansino arrastrando los pies.
De pequeña solía disfrutar de su compañía muy a menudo, ya que vivía muy cerca de mi casa, por tanto no era de extrañar verle por alguna calle del barrio, aunque yo conocía sus rutinas y cuando quería buscarle sabía donde hacerlo. A él le solía gustar pasar algún tiempo sentado en los escalones del Ayuntamiento –escalones que solucionan el desnivel entre la plaza del Ayuntamiento y la calle de la Ciudad–, también le gustaba sentarse en la lonja y a mí disfrutar de su compañía. En verano nos compraba polos de hielo, los que más le gustaban a él eran los de limón y a mí los de naranja. Si no le encontrábamos allí, íbamos a su casa y sino a la de la Señora Petra, en donde solía ir a jugar a las cartas. La señora Petra era una mujer –que vivía enfrente del Pozo Amargo, en la casa pisos– que alquilaba habitaciones. Era tan gorda que siempre pensé que estaba empotrada en la silla de mimbre, la cual sonaba a cada movimiento de ella, yo jamás la vi de píe, siempre estaba sentada. Allí se reunían alrededor del brasero junto con la señora Dolores, la del patio bonito, y juntos jugaban a las cartas con dinero -mi abuelo siempre las ganaba, siempre sospeché que las hacía trampas-. Cuando le buscaba y estaba allí, los tres viejos se deshacían en alabanzas hacia mí, me regalaban caramelos e incluso me daban algunas “perrillas” para que me comprara chuches, mi presencia parecía una fiesta en sus vidas monótonas.
El abuelo también jugaba a las quinielas y tenía fama de entendido en la materia, ya que alguna vez le había tocado algún premio pequeño. Pero una vez le toco una de catorce, todo un acontecimiento en la familia, ya que nos compró regalos a todos y lo mejor fue, que ese año nos fuimos de vacaciones a Estepona (Málaga), a mí me pareció muy curioso, ya que a mi madre no le solía gustar su compañía, sin embargo en esta ocasión no dijo absolutamente nada. Fueron unas vacaciones estupendas. Al año siguiente también nos invitó de vacaciones, esta vez se optó por llevarle a los barros del Mar Menor. No sé quién le había dicho que no debía ducharse para que le hicieran efecto los barros, así que cada día era más insoportable el olor que despedía, mis hermanos y yo solíamos reírnos y él participaba de nuestras risas, pero mi madre decidió que si no se duchaba no volvería a llevárselo.
Sus últimos años los pasó en el Hospitalito del Rey, una institución regentada por monjas, allí acudíamos a pasar largos ratos con él, siempre decía: esto es vida, es como vivir en un hotel, me dan de comer, me tienen la ropa limpia, duermo en una cama calentito, se le veía feliz y cuidado en su vejez. Era fácil de entender después de la vida que había llevado, él se había quedado viudo muy joven y de todos era sabido que le faltaba una buena mujer que le organizara la vida, eran otros tiempos, sin embargo esa carencia no le quitaba ni un ápice de elegancia, de simpatía y de popularidad entre las mujeres, al revés siempre tenía gente que le ayudaba en esos avatares de la vida.
Mi abuelo contaba muchas historias, era un hombre que solía leer el periódico –aunque fuera atrasado–, nunca supe si éstas eran inventadas o ciertas, aunque yo siempre le escuchaba con suma atención. La verdad es que a veces parecían sacadas de la realidad, pero otras se me hacía muy difícil creerlas, así que con el tiempo llegué a pensar que la vida le inspiraba e iba improvisando mezclando la realidad con la inventiva. Así ocurrió cuando estuvimos en el Puerto Banus en Marbella, en donde le confundieron con un conde. Eso le inspiró decir que el condado de Famifrias le pertenecía, ya que él había nacido en el palacio perteneciente a un familiar de su madre que habían muerto sin descendencia y que durante la Guerra Civil española murió y al no reclamar la herencia la había perdido. En otra ocasión se inventó que su madre había tenido –fruto de un matrimonio anterior al de su padre– dos hermanas gemelas unidas por la cadera, contaba que salían al paseo marítimo de Cartagena y los viandantes le echaban dinero pensando que andaban pidiendo por la calle, o cuando decía que su madre había muerto porque se comió una coliflor de diez kilos en un día, lo que le produjo tal impacto que se murió. Muchas fueron las historias que me contaba cada día, de aquí me nació mi afición a escuchar a algunas personas mayores. Sin embargo jamás le oí quejarse por nada, jamás me contó sus miserias, ni sus sufrimientos y si alguna vez contaba algo lo revestía de tal misterio y fantasía que no podías imaginarte que hubiera sido sufrimiento para él.


El abuelo me marcó positivamente, ya que me enseñó a sonreír, a mirar la vida con otros ojos, a imaginar alternativas a una realidad incomoda, a reinventame día a día, a disfrutar de las pequeñas cosas, a que lo importante es una mirada que te haga sentir amada, fuera de convencionalismo, clases sociales, nos enseñó a ser educados, a respetar a los mayores. Indudablemente fue el primer maestro que la vida me puso en el camino, del que aun aprendo, puesto que el legado que me dejo se va revelando día a día.

jueves, 12 de marzo de 2015

CINCA VA A LA ESCUELA

CINCA VA A LA ESCUELA.
Entre mis primitivos recuerdos se encuentra el día en que asistí a la escuela por primera vez, fue en el colegio parroquial de Santo Tomé, la misma iglesia donde me bautizaron,  no había cumplido aún los cuatro años, iba de la mano de mi hermana que tenía dos más que yo –a ella la impusieron la responsabilidad sobre mí desde que era muy pequeña–, recuerdo como las niñas mayores se deshacían en halagos hacia mi persona y como mi hermana ejercía su responsabilidad con demasiado recelo.
El colegio estaba en la parte de arriba de la iglesia, hacia la mitad de la nave derecha había una puerta por donde se subía como se sube a un torreón, según avanzabas la luz pugnaba por entrar a la estancia, hasta llegar a la parte alta en donde entre los ventanales destartalados se podían ver los volúmenes de los tejados, el cielo que parecía querer invadir el espacio y de banda sonora se oía el ulular cansino de las palomas.
 En esa escuela había una maestra única –doña Delfina, que era la hermana de algún obispo–, entre sus tareas se encontraba formar a un grupo reducido de niñas, cuyos cursos comprendían entre preescolar hasta octavo de la E.G.B., en cada curso había dos o tres niñas, que se sentaban alrededor de una mesa redonda. La clase se disponía en una sola sala de gran capacidad, al fondo estaban los retretes, en los que siempre hacía frío, y también la habitación oscura, en donde te metían si te portabas mal,  en la que yo jamás estuve, aunque un día miré por el agujero de la llave, y vi que allí se guardaban las colchonetas necesarias para hacer gimnasia, la cual hacíamos en la misma clase, apartando las mesas y las sillas y poniendo en su lugar las colchonetas.
Al colegio acudíamos todos los días en grupo, unas cuantas niñas con nuestras madres, mientras nosotras  consolidamos las mejores amistades, aquellas que duran toda la vida, ellas hablaban de sus cosas. Subíamos por la Calle de la Ciudad, la Plaza de San Salvador –aquí jugábamos a saltar unos escalones, hasta llegar al más alto– y la Calle Santo Tomé hasta llegar a la entrada del colegio, pasábamos a la iglesia y al final de la misma y con escrupuloso silencio comenzábamos la mañana rezando todas juntas, a nuestra derecha quedaba el famoso cuadro de El Greco, que en esos momentos formaba parte de nuestra estética visual, ya que lo veíamos a diario. Recuerdo que en el recreo nos daban leche, yo me llevaba cola-cao y unas magdalenas hechas por mi madre y ese era nuestro almuerzo.
La maestra nos quería mucho, sobre todo a las pequeñas, una vez incluso su marido, que tenía un Seat 850 y trabajaba en un comercio de las Cuatro Calles que se llamaba Medel y Cruz, nos llevó del colegio a casa, que aunque la distancia era corta, para nosotras fue un detalle, ya que entonces montar en coche era algo excepcional.
Luego cerraron ese colegio y nos anexionaron al colegio parroquial de Santa Leocadia, en donde la maestra ascendió a directora, y aunque siempre se notaba la preferencia que nos tenía, ya no era lo mismo. El primer cambio fue que en las clases había niños y niñas, y también que había muchos más alumnos. También descubrí que la mayoría de los maestros eran familiares del sacerdote titular de la iglesia a la que estaba adscrito el colegio, con la consiguiente influencia de ésta, que se veía reflejado en los numerosos actos religiosos a los que asistíamos en horario escolar, como la misa obligada de los primeros viernes de mes. Nosotros no nos sentíamos presionados por esta práctica, ya que para nosotros era una manera de escaquearnos de clase y eran momentos únicos para divertirnos ¡lo que me habré reído yo en esas misas y en esa iglesia! Otra influencia de la parroquia era  la celebración del mes de la Virgen María, en mayo había que llevar flores, la profesora de religión –que también impartía Lengua y Francés– se encargaba de ir cambiando las flores secas por unas más frescas. Los ramos los llevábamos los niños y las cogíamos en el patio de casa, o en jardín de algún familiar, la familia siempre colaboraba para ese acontecimiento. Una vez, alguien  cogió el ramo de la basura y comenzamos una guerra de claveles, algo que no era extraño, porque solíamos hacer guerra de bolas de papel, guerra de bolas con canutillo…etc., todo tipo de guerras que siempre empezaban los más gamberros y que debía de secundar porque como vieran que no disfrutabas del acontecimiento, más aposta  te tiraban lo que hubiera de tirar, así que debías participar para disimular.
Yo nunca fui buena estudiante, una etiqueta que se me impuso desde muy pequeña, ya que siempre me comparaban con los cerebritos de mis hermanos, tanto es así que yo me la creí y estaba a gusto con esa etiqueta. En cada curso estaba el chico y la chica diez, que a mí me acompañaron desde segundo curso hasta octavo –que los llamábamos, los empollones–, estos y sus palmeros lloraban si sacaban menos de 8, o si adelantaban un examen o si hacían un examen sorpresa. Yo siempre pensé que su etiqueta era más dura que la mía, ya que ellos debían esforzarse mucho más, yo sólo tenía que sacar un 5 raspón, lo cual era muy fácil.
En el colegio a mí se me respetaba mucho, ya que era la hermana menor de…, a mi hermana la temían hasta los profesores, era buenísima, toda una revolucionaria, para mí era como una heroína, ya que podía hacer cosas incorrectas para los mayores y por la frecuencia  con que las realizaba, no debía de costarle mucho. Una tarde, en que teníamos clases de Ciencias Sociales, y todos estábamos aburridísimos, el profesor se sentó encima de su mesa con postura chulesca y con un puro en la mano, poniendo sus pies en una barra de la mesa de mi hermana que estaba enfrente, ésta le ató los cordones de los zapatos a su mesa, y cuando el profesor hizo por levantarse terminó cayéndose, con la consiguiente carcajada de todos los que lo presenciamos. Ese día, como tantos, mi hermana terminó en el despacho de la directora, la cual minimizo los acontecimientos, de todo los profesores era sabido que la directora tenía preferencia por mi hermana y por sus alumnas de Santo Tomé, este solo fue un acontecimiento de tantos, que no sé yo como mi hermana no escribe sus memorias, que tendría más que yo que escribir. Por este motivo, en el colegio yo era intocable, nadie se atrevía a meterse con la hermana pequeña.
Ese año se despertó en mí, la curiosidad por los chicos. Ya que aunque habíamos estudiado en un colegio mixto, nuestros compañeros no despertaban ninguna atracción, ya que les conocíamos desde que eran muy pequeños. Sin embargo, ese año conocimos a los chicos de otro colegio, este se encontraba en el edificio de la Diputación, era el colegio de San Fernando, un colegio  sólo de chicos, por supuesto más guapos y malotes que los del nuestro. Solíamos verlos los viernes, sobre todo, teníamos que esperar un poco ya que nosotras terminábamos antes, en una ocasión entramos en su colegio, bajo indicaciones de mi hermana que se atrevía a todo, subimos las escaleras con sumo cuidado, el piso crujía bajo nuestros pasos, debíamos llegar la clase que se encontraba al final de un pasillo que nunca terminaba, jamás comprendí cuál era el objetivo de llegar allí, pero estoy segura que había  un poco de valentía y otro de demostrar a mis amigas que no tenía miedo. Al llegar a la clase, miramos por el ojo de la cerradura, por el que veíamos el catálogo de todos los chicos a los que algunos ya conocíamos, también estaba don Pedro Corchero impartiendo su clase. Una de las que íbamos tropezó, lo que alertó a los que estaban dentro, inmediatamente todas las cabezas miraron hacia la puerta, los chicos intuyeron nuestra presencia e inmediatamente comprendimos que habíamos sido descubiertas, salimos corriendo hacia la salida con máxima celeridad, el ruido de nuestros pasos ocasionó tal revolución que todos los profesores que estaban en las demás clases abrieron sus puertas para ver lo que ocurría. El corazón me latía muy rápido, yo no estaba acostumbrada a ningún tipo de gamberradas, inmediatamente pensé que no me era rentable estar del lado de las gamberradas, la inseguridad que me invadió casi me llevó al llanto. Una vez en la calle subimos la cuesta de Santa Leocadia y nos escondimos a esperarlos para que los chicos nos contaran qué había pasado. Yo lo único que pensaba era que del catálogo de chicos, ninguno era para mí, demasiado pequeños, demasiado repeinados y demasiado pijos, habría que buscar por otra parte…

Lola Lirola, Toledo, 12 de marzo de 2015.

miércoles, 4 de marzo de 2015

EL INICIO DE CINCA

Se me ocurre comenzar por el inicio, fui producto de la unión entre un varón de los Familacia y una mujer de los Familojas, dos troncos que con toda seguridad procedían de distinta cepa, o al menos así lo había sentido desde que era muy pequeña. Cuando llegué al circo de la vida, fui la última en llegar y ya había otros cuatro miembros más que pugnaban por atraer toda la atención de mis progenitores, de inmediato percibí que el cariño de mi madre debía ganármelo a pulso y compartirlo con mis hermanos, por lo que, ya de bebé, decidí elaborar una estrategia, básica desde luego, que consistía en permanecer en un estado continuo de somnolencia, lo que fue un acierto ya que con esa actitud conseguí ganarme los afectos no sólo de mi madre, sino de todos los adultos de la familia.
            Siempre he vivido en una ciudad cuyas piedras enraizaban con un pasado glorioso, en donde sus habitantes respiraban rancios el aliento lento de una realidad extemporánea. Cuando yo nací, vivíamos de alquiler en una casa antigua del centro neurálgico de la misma, que era propiedad de la abuela –viuda de Familojas–, una casa que compró el abuelo para hacer ostentación de su posición social, pero que no pudo disfrutar por culpa de un refrán que decía: “Jaula nueva, pájaro muerto”, y así fue de fiel cumplimiento, ya que una vez que se mudaron a la nueva casa, el abuelo falleció debido a una pulmonía.
Una de las primeras emociones que sentí fue la sensación de no ser querida, ya que según me dijeron, yo nací porque mi padre quiso, lo que denotaba que para mi madre no fue una idea que le agradara mucho, algo que se convirtió de forma inevitable en un inconveniente, ya que durante nueve meses compartimos sangre, emociones y vivencias..., sin embargo eso fue compensado en el mismo momento en que nací, ya que lo primero que vi fueron sus ojos verdes mielosos que calentaban mi alma, produciendo una dependencia eterna hacia su persona. Mi madre fue una mujer muy peculiar, seguramente la mejor que pudieron elegir para mí, su carácter luchador, su fortaleza, las ganas de vivir eran sus características más visibles, era pequeñita y gordita, llevaba el pelo corto, a veces iba a la peluquería y se lo cardaban, pero casi siempre se peinaba ella misma, tenía la cara redonda, sus ojos estaban enmarcados por unas grandes ojeras, su nariz era aguileña moderada y casi siempre llevaba colocada una gran sonrisa en sus labios. A mí me tuvo en su madurez y a veces sólo recuerdo los últimos años, quedando velados otros mejores, por el sufrimiento que padeció.
Mamá era la mayor de los Familiojas, los cuales en la Guerra Civil habían estado en Cartagena, ella con tan sólo 11 años, junto con sus tías y sus primas, todos Familiojas. Su madre había encontrado trabajo en Cartagena haciendo balas y armamento, gracias a la experiencia que tenía de la Fábrica de Armas de Toledo, esto lo sabíamos por mi padre, ya que ellas callaban más que hablaban, algo normal teniendo en cuenta que ganaron los del bando contrario y ¡más le valía callarse! En casa nunca se oía hablar de la guerra, ni de política, ni de nada que hiciera referencia a ese pasado. Lo único que ocurría es que de vez en cuando, mi madre decía cosas muy extrañas, como: “…a los curas también se les empina…” o “…pides más que un cura…”, frases que yo como niña no entendía.
Mi madre parecía que recibía la energía de discutir, no importaba con quien, no había día que pasara sin practicar su afición favorita. La candidata que más repetía era su madre, que vivía en el piso de arriba y solía aparecer en muchas ocasiones. Con ella discutía de todo, de cómo hacer la comida, de cómo se pronunciaba el apellido de un presentador de las noticias, de cómo debía planchar, vestir a sus hijos…creedme, de todo. La abuela entraba por la puerta diciendo: “…no si me voy…” y nosotros ya sabíamos que había bronca segura. No obstante, si por cualquier casualidad en casa no había quien quisiera discutir con ella, salía a la calle en busca de alguna ilusa con quien practicar, y lo hacía de todo, de las notas o de la guapura de sus hijos, en ese aspecto mi madre siempre ganaba, porque está feo decirlo, pero en mi familia éramos guapos y bien hechos, y sobre todo mi hermano Tercio, por lo que a ese respecto era discusión segura y con resultado positivo para ella.
Otra característica de mi madre eran las voces, voceaba para todo, para regañarnos, para decir que pusiéramos la mesa, para que fuéramos a comprar, para todo…Las voces se oían en toda la casa y a mí me daba un poco de vergüenza, además de hacerme sentir mal. Un día se nos ocurrió grabarla en un cassete, fue idea de mis hermanos mayores, la idea consistía en poner a grabar en el momento en el que entrara por la puerta de casa, y como de costumbre entraba dando voces, reprochándonos esto o aquello, cosas de madre que a los niños no nos importaba, luego lo reprodujimos con ella delante y las risas fueron mayúsculas, a ella lejos de darle vergüenza le produjo tal risa que terminamos todos riendo a carcajada limpia, así era mi madre, alegre hasta reventar.
De los Familacia solo existían mi padre y mi abuelo, todos los demás habían muerto, pero en mi alma su influencia era mucho más potente, podía estar con mi padre muchas horas sin hablar y todo en él me daba paz. Mi padre era alto, delgado, de pelo negro, por lo que contrastaba mucho con mi madre. Su mayor característica siempre fue la elegancia, me acuerdo cuando le veía venir de la fábrica –trabajaba en una fábrica de espadas en el arrabal de la ciudad–, bajaba por el Arco Palacio hacia la Plaza del Ayuntamiento con un porte y una elegancia tal, que parecía que acababa de dejar las reuniones en el ministerio. Recuerdo el taller en donde hacía sus trabajos, que se traía de la fábrica, para sacar a su familia adelante, y el olor a metal, alguna vez me cogía con sus manos grandes y me ponía encima de sus piernas y me enseñaba a limar la esquirlas de metal de pequeñas espaditas que hacían para los turistas. En esa época hablaba poco, aunque mi madre decía de él frases como: “…parece ermita y es catedral…” o “…cuando habla parece la campana gorda del tránsito…” yo no entendía esas frases, pero con los años me he dado cuenta de la trascendencia de las mismas.
A mi padre había una cosa que le apasionaba, el fútbol, él mismo había pertenecido al Fútbol Club de la ciudad como portero. Era hincha de un equipo que llamaban “los periquitos”, que aunque estaba en primera división nunca ganaba. Esta pasión hacía que en la televisión siempre hubiese su deporte favorito y que la tarde-noche de los domingos escucháramos continuamente programas de fútbol –ese era el único inconveniente que tenía mi padre, porque a mí nunca me gustó ese deporte–.
Así comencé a vivir, siempre durmiendo para no molestar, pero observando mi entorno y diseñando estrategias de supervivencia, que os iré contando en los diferentes capítulos.


Lola Lirola, Toledo, 05 de marzo de 2015