jueves, 28 de mayo de 2015

ALITA HERIDA

“Valentina tenía su alita herida, huella de una batalla ajena”
Valentina, tu nombre suena a cantinela dulce que acaricia el alma. Dejé de llorar el día que abandonaste este mundo extraño, mis lágrimas se hicieron letras que viajan a golpe de teclas desgastadas hacia la eternidad. Aquel día puse rumbo hacia la luz y en el camino me encontré con la sombra, la tuya y la mía, agarradas de la mano. Hay jornadas que el vacío de tu ausencia llena cualquier perspectiva, otras me alzas en tus brazos y siento esa alita herida. Valentina tenía su alita herida, huella de una batalla ajena…, con tan solo tres años jugaba en la calle y un carro atropelló a la niña, no perdió la mano, pero el recuerdo quedó marcado por un brillo imborrable y un meñique entumecido. Sin embargo, la viveza de sus ojos verdes y su sonrisa cantarina velaban cualquier huella de un daño pasado, cualquier negrura enredada entre pensamientos enmarañados. Su alita herida lavaba esa cara redondita, peinaba ahuecando su cabello ensortijado, pegaba pedazos rotos, cosía flores al minuto, acariciaba dejando su aroma de madre impregnado en nuestra piel, aún hoy en días de tormenta llega hasta mí ese aroma y me rescata. Su alita amasaba la harina sobre el mármol de la cocina, ¡cómo cocinaba Valentina!, recetas magistrales en las que “la mano tonta” era su ingrediente principal, ¡qué difícil nos resulta conseguir imitar tus guisos!. En la noche, escudriño tu huella en el reflejo de mi alcoba, pues me volví convexa siendo fiel a la extensión de tu grandeza. Hoy me he levantado temosa, pues tu recuerdo ha sitiado mi pensamiento, sé que estás en la luz, hacia donde yo camino, sola, sin prisa, intentando liberar el lastre que prende… disfrutando de tu esencia, marcando mi propia huella tras la que se atisba tu presencia. © Lola Lirola, Toledo 28 de mayo de 2015.

jueves, 21 de mayo de 2015

MI AMIGA COLUMBA

Uno de los regalos que experimenté durante mis primeros años fue conocer la amistad. El universo me regalo una amiga, yo hermoseé en mi alma una sala especial para ella. Son de esas personas que, aunque haya pasado el tiempo sin verla, ilumina por dentro. Columba y yo fuimos juntas al colegio desde parvulitos, cada una se desarrolló según su genética y su ambiente. Vivíamos en el mismo barrio, en casas muy cercanas. Siempre íbamos juntas, ambas tejimos un conjunto de recuerdos comunes en los que cada una dibujó con subjetividad los enlaces exactos, las experiencias necesarias, las vivencias que hicieron de nuestra niñez esa época feliz e inocente. Hoy escudriño en el desván y con ella sólo veo risas, juegos, amistad, amor, una sensación de bienestar que se amontona en mi pecho con aroma a felicidad. Por las mañanas, al ir al colegio, solía pasar por su casa a recogerla para acudir juntas. Al llamar al timbre, soltaban a los perros que salían corriendo a la calle sin prestarme la más mínima atención. Recuerdo el calor de su hogar, mientras esperaba que se arreglara para irnos, su madre elaboraba un universo sensitivo que invadía mi persona –para mí era envidiable ya que mi madre trabajaba y por las mañanas nunca estaba en casa-. La radio a todo volumen, que a esas horas siempre se oía “la familia de los Porretas”, el aroma a café se apoderaba de mi sentido olfativo, los chillidos de un loro que nunca aprendía a hablar, los perros que después de aliviarse volvían en busca del cariño de mi amiga, en el salón las huellas de una noche cosiendo a la máquina o el uniforme planchado sobre una silla –su padre trabajaba en el Café Español-, todo un escenario tan distinto a mi realidad que se me hacía atractivo. Cuando estaba preparada íbamos al colegio hablando de nuestras cosas, preguntándonos la lección o lo que fuera que tocara en cada momento, pero siempre riendo y como dos amigas. Todo era diferente en casa de mi amiga, pero lo que más me llamaba la atención era su madre, le hacía los mejores bocadillos del mundo, de tortilla francesa, de jamón de york, de lo que quisiera la niña ya que comía poco y se cansaba pronto. Además, su madre me llamaba la atención porque era joven y estaba llena de vitalidad, porque escuchaba la radio a todas horas y por las tardes mientras cosía escuchaba el programa de Elena Francis, el cual a mí me gustaba escuchar, no sabía muy bien lo que decían pero el tono monótono envolvía el ambiente, en algunos momentos había que estar calladas porque ella escuchaba los consejos con gran satisfacción. Pero si había algo que me gustaba de la madre de mi amiga era su forma de reírse a carcajadas y que detrás de la puerta de entrada a la casa tenía un poster de Manolo Otero, del cual estaba enamorada, ¿cuántas veces escuchábamos los disco de este cantante? ¡Qué peculiar era la madre de mi amiga!, aún hoy la veo por las calles de mi ciudad y siento que la quiero, que forma parte de mí, a pesar de que siempre me daba un azote en el culo y me decía: “¡culo gordo!”, yo sé que no lo hacía por herir , en el fondo le hubiera gustado que su hija se criara con tanta lozanía como lo hice yo, sin embargo mi amiga había salido a la familia de “los tomillitos” y era más bien menudita. Mi amiga Columba sabía de mis penas y alegrías, fue la primera en sufrir mi tendencia fantasiosa y creativa, había días que me pasaba horas contándole una historia que aparentemente era verídica y después de un tiempo prudencial le confesaba que era mentira. A ella eso le hacía sufrir mucho ya que yo tenían una tendencia a la tragedia, me calificaba de mentirosa. No te voy a creer más –solía decirme ella-, pero al rato se le había olvidado y volvíamos a reír y buscar nuestra compañía. Esas fueron mis primeros escarceos con el mundo de la creatividad. Mi amiga y yo éramos muy diferentes físicamente y mentalmente, pero había algo que compartíamos, no sabría decir de qué se trata. Ella respetaba mi diferencia y yo respetaba la suya. Nos amábamos tal cual éramos, sin buscar en la otra, intereses personales. Éramos y somos buenas amigas. ©Lola Lirola, Toledo 21 de mayo de 2015.

jueves, 14 de mayo de 2015

CINCA CORPUSIANA

Ilustración de Vicente Jiménez García
El pistoletazo de salida se daba casi un mes antes, cuando los operarios del Ayuntamiento comenzaban adornando el recorrido procesional. Toldos, farolas, centros florales eran el ornato preciso para la fiesta mayor. Un día, volvías del colegio y te encontrabas las calles invadidas por fardos de toldos, por escaleras y por señores vestidos de azul que andaban afanados en instalarlo todo lo necesario para engalanar las calles. La ciudad se convertía en un bullir de preparativos. Los hogares, por su parte, también se acicalaban en espera de familiares y conocidos que aprovechaban las fiestas para hacer visitas, con este motivo se encalaban los patios, se pintaban y adecentaban las estancias más concurridas. Las casas que coincidían con la carrera procesional preparaban mantones y flores para adornar los balcones. Había que arreglar todo para lucirlo el día de la fiesta. Nuestro patio de juegos –la Plaza del Ayuntamiento– se transformaba en un lugar extraordinario, con nuevas perspectivas por descubrir, ya que instalaban una tarima-escenario en donde se desarrollaban espectáculos y conciertos específicos para las fiestas. Todo ese espacio se convertía en un lugar mágico, en donde los niños desarrollábamos nuestra imaginación. En los días previos –que casi siempre coincidía que no teníamos colegio por la tarde– podíamos ver representaciones en esos escenarios, así como ensayar a cantantes, bailarines, actores... En la misma plaza, al lado del cuartelillo de la policía se disponían unos camerinos construidos con aglomerado, que recuerdo que estaban muy mal montados porque, en algunos de ellos, a través de sus agujeros podíamos ver a los famosos, sus trajes, el maquillaje, incluso sus bebidas preferidas, y eso era siempre una emoción añadida porque la policía estaba muy al tanto y a veces teníamos que salir corriendo. El día del Corpus me despertaba con el sonido de las bombas reales, ya hacía tiempo que mi madre andaba cacharreando en la cocina preparando la comida, pero a partir de ese momento le poseía un nerviosismo más apremiante. Le entraban las prisas para que alguien llevara unas sillas y cogiera sitio –los vecinos las ponían a todo lo largo de la carrera procesional, solían elegir las más viejas, por si alguien las cambiaba de lugar, que ya había pasado alguna vez, y desaparecían–. Al que le tocaba ir, venía explicándonos que ya habían puesto los tapices de la catedral y la alfombra de plantas olorosas que aportaban la fragancia tan peculiar de la fiesta. La calle se convertía en un continuo ir y venir de seminaristas, de vecinos y no vecinos que habían madrugado para disfrutar de la fiesta. El siguiente son que marcaba el compás de actuación era el soniquete de la banda de música que, junto con los gigantones y los cabezudos, subían por la calle del Pozo Amargo. Todo estaba en marcha y no tardarían mucho en tocar a misa. Mi madre, como directora organizativa, siempre tenía un orden de actuación sobre todo lo que iba ocurriendo a lo largo de ese día, primero tenía preferencia mi hermano Tercio, que pertenecía a la escolanía de la catedral, sus zapatos debían estar lustrosos y su voz preparada, ella le hacia un brebaje muy raro que él se tomaba para tener la voz más clara, ya llevaban días ensayando, pero él seguía poniéndose nervioso como si todo dependiese de él. Las campanas le llamaban imperiosamente, mientras que para el resto tan solo interpretaban una auténtica sinfonía con su alegre repiqueteo. Éramos los invitados privilegiados a ese espectáculo auditivo. Nosotros debíamos darnos prisa para estar a las 11 de la mañana y ver salir la procesión por la Puerta Llana. Al poner los píes en la calle pronto se percibía el calor que se sufriría en ese día, mi madre miraba al cielo y decía, como si de un mantra obligado se tratase: “Hay tres días en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión”. Yo no sabía que significaba esa frase, pero sí percibía que eso le hacía sentirse feliz. Según avanzábamos hacia el lugar que ocuparíamos en el recorrido de la procesión la emoción iba en aumento. Poco era el tramo que separaba mi casa de la plaza del Ayuntamiento, pero ya podíamos oler y sentir la atmósfera que nos envolvía enajenando los sentidos, transportándonos a un escenario cargado de una escenografía única. Una vez que ocupábamos nuestros lugares comenzaba el paseíllo de personas que, bien vivían en otro barrio o bien no querían madrugar para guardar su sitio, algunos en el último momento intentaban acoplarse. Ese era el verdadero momento apoteósico para mi madre, porque veía a unos y a otros, a todos saludaba y con todos hablaba. Siempre creí que elegía ese lugar porque por allí la procesión pasaba al final y así tenía tiempo para disfrutar de todos y cada uno de los elementos que intervenían en aquella representación. Por su parte nosotros también nos turnábamos para dar un paseo hasta la Plaza de Zocodover y así lucir nuestras mejores galas. El sol hacía ya tiempo que nos estaba castigando, los cadetes –que estaban en posición de descanso y dispuestos en toda la carrera–, empezaban a dar muestras de cansancio, nosotros por nuestra parte, ya habíamos hecho turnos para acercarnos a casa y pinchar algún aperitivo preparado. Ya hacía rato que habían sonado de nuevo las bombas reales, en este caso, nos avisaban que la custodia había salido de la catedral. Sin embargo, era el piquete de la Guardia Civil a caballo lo que marcaba el comienzo de nuestra procesión, ya que aparecía por lo alto de la cuesta de Arco Palacio, los cadetes cambiaban a la posición de firmes. En ese momento siempre había alguien que quería ponerse en tu sitio y comenzaba alguna discusión. Todo en la procesión tenía un protocolo –que por supuesto mi madre explicaba casi siempre a algún forastero con el que durante la espera habían hecho amistad–: el pertiguero, la Cruz de la Catedral, las Cofradías y Hermandades, con sus atuendos uniformando particularidades. Los de blanco crudo con la cruz roja son de la Orden Militar de Malta, los de azul los Caballeros Mozárabes, los de blanco son los Caballeros del Santo Sepulcro, los de rojo eran los Infanzones de Illescas…había momentos que parecía que estábamos transportados a otras épocas más antiguas. A lo lejos ya se oían los cánticos –entonces aún no se había instalado la odiosa megafonía– de los niños de la escolanía, los seminaristas, los curas –algunos con casullas doradas–, lo que marcaba el comienzo de toda la parafernalia que acompañaba al Santísimo, pero el clímax venía cuando los alféreces gastadores que precedían a la Custodia de Arce, con su ritmo marcial taconeaban levantando el tomillo del suelo, a la vez que los cadetes que estaban apostados en la carrera cambiaban a la posición de arma rendida y se arrodillaban –era un espectáculo que ponía los pelos de punta–, la gente se arrodillaba al paso de la Custodia y el silencio solo era roto por los aplausos. Se conseguía una atmósfera sinestésica en donde el aroma a pétalos de rosas, el tomillo, la música de la escolanía, el roce de los guantes de los cadetes en sus armas, el ambiente etéreo, junto con el recogimiento propio de la devoción que imperaba en aquello años hacía de aquel momento algo único. Después sólo quedaba recogerse en el frescor del hogar. © Lola Lirola, Toledo, 10 de mayo de 2014.

jueves, 7 de mayo de 2015

CINCA SUEÑA

¡Qué bonito sería si existiese una luna de plata que desde el cielo viese los pensamientos y trabajase para que éstos se cumplieran!, ¡qué ideal sería que jamás nadie dañara y si hubiera daño que éste se pudiera borrar! –pensaba la niña Cinca–. Era un deseo como de algo etéreo que aparece y te concede todo lo bueno, incluso lo que jamás hubieras soñado. ¡Qué bonita hubiera sido su vida si algún ángel la hubiera llevado en las palmas de sus manos evitando los múltiples sinsabores que le ocurrían y que con los años le iban colmando hasta asfixiar, qué fácil veía la vida de otros que sin ningún esfuerzo conseguían encauzar su vida! y ¡qué visión más distorsionada tenía! Así transcurrían sus noches, depositando anhelos y voluntades sobre su almohada, que nunca se veían cumplidos. La vida siempre le ofrecía realidades distintas a las que ella deseaba. Podía ver como otros conseguían con toda naturalidad, incluso logros en los que no habían ni pensado, mientras a ella se le hacía difícil llegar a sus metas. Siempre existía un obstáculo que aunque no impedía que realizase los proyectos, los caminos para conseguirlo eran siempre tortuosos y enrevesados. Siempre existía una sombra bajo la que ella debía avanzar en el camino… No obstante fue su afán de superación y su inquietud lo que hizo que Cinca emprendiera una búsqueda hacia la verdad, hacia la libertad. Comenzó a compartir sentimientos, a investigar la forma de gestionar la vida, a caminar intentando retirar el lastre que en su corta edad ya había hecho mella. En el camino conoció la insatisfacción que se había instalado en el hombre y que hacía de las diferencias el sufrimiento de los hombres en vez de su riqueza, conoció los encasillamientos alienantes que relegaban al aborrecimiento de un futuro mejor, identificó el aturdimiento al que está sometido el intelecto gracias a la negación de las emociones y de las distintas capacidades humanas que lejos de situarlas en una amenaza para la sociedad pueden llegar a situarse en el reconocimiento de la plenitud humana. Un camino largo que inició la niña como única opción de superar los obstáculos que se iba encontrando. Sin embargo, Cinca reflexionó que aquellos obstáculos se habían convertido en las armas necesarias para la lucha diaria en la batalla de la vida. Lola Lirola, Toledo 07 de mayo de 2015