jueves, 14 de mayo de 2015

CINCA CORPUSIANA

Ilustración de Vicente Jiménez García
El pistoletazo de salida se daba casi un mes antes, cuando los operarios del Ayuntamiento comenzaban adornando el recorrido procesional. Toldos, farolas, centros florales eran el ornato preciso para la fiesta mayor. Un día, volvías del colegio y te encontrabas las calles invadidas por fardos de toldos, por escaleras y por señores vestidos de azul que andaban afanados en instalarlo todo lo necesario para engalanar las calles. La ciudad se convertía en un bullir de preparativos. Los hogares, por su parte, también se acicalaban en espera de familiares y conocidos que aprovechaban las fiestas para hacer visitas, con este motivo se encalaban los patios, se pintaban y adecentaban las estancias más concurridas. Las casas que coincidían con la carrera procesional preparaban mantones y flores para adornar los balcones. Había que arreglar todo para lucirlo el día de la fiesta. Nuestro patio de juegos –la Plaza del Ayuntamiento– se transformaba en un lugar extraordinario, con nuevas perspectivas por descubrir, ya que instalaban una tarima-escenario en donde se desarrollaban espectáculos y conciertos específicos para las fiestas. Todo ese espacio se convertía en un lugar mágico, en donde los niños desarrollábamos nuestra imaginación. En los días previos –que casi siempre coincidía que no teníamos colegio por la tarde– podíamos ver representaciones en esos escenarios, así como ensayar a cantantes, bailarines, actores... En la misma plaza, al lado del cuartelillo de la policía se disponían unos camerinos construidos con aglomerado, que recuerdo que estaban muy mal montados porque, en algunos de ellos, a través de sus agujeros podíamos ver a los famosos, sus trajes, el maquillaje, incluso sus bebidas preferidas, y eso era siempre una emoción añadida porque la policía estaba muy al tanto y a veces teníamos que salir corriendo. El día del Corpus me despertaba con el sonido de las bombas reales, ya hacía tiempo que mi madre andaba cacharreando en la cocina preparando la comida, pero a partir de ese momento le poseía un nerviosismo más apremiante. Le entraban las prisas para que alguien llevara unas sillas y cogiera sitio –los vecinos las ponían a todo lo largo de la carrera procesional, solían elegir las más viejas, por si alguien las cambiaba de lugar, que ya había pasado alguna vez, y desaparecían–. Al que le tocaba ir, venía explicándonos que ya habían puesto los tapices de la catedral y la alfombra de plantas olorosas que aportaban la fragancia tan peculiar de la fiesta. La calle se convertía en un continuo ir y venir de seminaristas, de vecinos y no vecinos que habían madrugado para disfrutar de la fiesta. El siguiente son que marcaba el compás de actuación era el soniquete de la banda de música que, junto con los gigantones y los cabezudos, subían por la calle del Pozo Amargo. Todo estaba en marcha y no tardarían mucho en tocar a misa. Mi madre, como directora organizativa, siempre tenía un orden de actuación sobre todo lo que iba ocurriendo a lo largo de ese día, primero tenía preferencia mi hermano Tercio, que pertenecía a la escolanía de la catedral, sus zapatos debían estar lustrosos y su voz preparada, ella le hacia un brebaje muy raro que él se tomaba para tener la voz más clara, ya llevaban días ensayando, pero él seguía poniéndose nervioso como si todo dependiese de él. Las campanas le llamaban imperiosamente, mientras que para el resto tan solo interpretaban una auténtica sinfonía con su alegre repiqueteo. Éramos los invitados privilegiados a ese espectáculo auditivo. Nosotros debíamos darnos prisa para estar a las 11 de la mañana y ver salir la procesión por la Puerta Llana. Al poner los píes en la calle pronto se percibía el calor que se sufriría en ese día, mi madre miraba al cielo y decía, como si de un mantra obligado se tratase: “Hay tres días en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión”. Yo no sabía que significaba esa frase, pero sí percibía que eso le hacía sentirse feliz. Según avanzábamos hacia el lugar que ocuparíamos en el recorrido de la procesión la emoción iba en aumento. Poco era el tramo que separaba mi casa de la plaza del Ayuntamiento, pero ya podíamos oler y sentir la atmósfera que nos envolvía enajenando los sentidos, transportándonos a un escenario cargado de una escenografía única. Una vez que ocupábamos nuestros lugares comenzaba el paseíllo de personas que, bien vivían en otro barrio o bien no querían madrugar para guardar su sitio, algunos en el último momento intentaban acoplarse. Ese era el verdadero momento apoteósico para mi madre, porque veía a unos y a otros, a todos saludaba y con todos hablaba. Siempre creí que elegía ese lugar porque por allí la procesión pasaba al final y así tenía tiempo para disfrutar de todos y cada uno de los elementos que intervenían en aquella representación. Por su parte nosotros también nos turnábamos para dar un paseo hasta la Plaza de Zocodover y así lucir nuestras mejores galas. El sol hacía ya tiempo que nos estaba castigando, los cadetes –que estaban en posición de descanso y dispuestos en toda la carrera–, empezaban a dar muestras de cansancio, nosotros por nuestra parte, ya habíamos hecho turnos para acercarnos a casa y pinchar algún aperitivo preparado. Ya hacía rato que habían sonado de nuevo las bombas reales, en este caso, nos avisaban que la custodia había salido de la catedral. Sin embargo, era el piquete de la Guardia Civil a caballo lo que marcaba el comienzo de nuestra procesión, ya que aparecía por lo alto de la cuesta de Arco Palacio, los cadetes cambiaban a la posición de firmes. En ese momento siempre había alguien que quería ponerse en tu sitio y comenzaba alguna discusión. Todo en la procesión tenía un protocolo –que por supuesto mi madre explicaba casi siempre a algún forastero con el que durante la espera habían hecho amistad–: el pertiguero, la Cruz de la Catedral, las Cofradías y Hermandades, con sus atuendos uniformando particularidades. Los de blanco crudo con la cruz roja son de la Orden Militar de Malta, los de azul los Caballeros Mozárabes, los de blanco son los Caballeros del Santo Sepulcro, los de rojo eran los Infanzones de Illescas…había momentos que parecía que estábamos transportados a otras épocas más antiguas. A lo lejos ya se oían los cánticos –entonces aún no se había instalado la odiosa megafonía– de los niños de la escolanía, los seminaristas, los curas –algunos con casullas doradas–, lo que marcaba el comienzo de toda la parafernalia que acompañaba al Santísimo, pero el clímax venía cuando los alféreces gastadores que precedían a la Custodia de Arce, con su ritmo marcial taconeaban levantando el tomillo del suelo, a la vez que los cadetes que estaban apostados en la carrera cambiaban a la posición de arma rendida y se arrodillaban –era un espectáculo que ponía los pelos de punta–, la gente se arrodillaba al paso de la Custodia y el silencio solo era roto por los aplausos. Se conseguía una atmósfera sinestésica en donde el aroma a pétalos de rosas, el tomillo, la música de la escolanía, el roce de los guantes de los cadetes en sus armas, el ambiente etéreo, junto con el recogimiento propio de la devoción que imperaba en aquello años hacía de aquel momento algo único. Después sólo quedaba recogerse en el frescor del hogar. © Lola Lirola, Toledo, 10 de mayo de 2014.

No hay comentarios:

Publicar un comentario