jueves, 2 de abril de 2015

Semana Santa

SEMANA SANTA
            Mi casa estaba a mitad de camino entre el seminario y la catedral, por lo que todas las fiestas litúrgicas resonaban en mi atmósfera de una manera especial. Un continuo ir y venir de sotanas negras aparecían constantemente como un teatro representado para nuestras retinas, lo que nos anunciaba que alguna fiesta estaba celebrándose. No obstante, otras pistas como el aumento de gente en la calle o las prisas por comprar también denotaban que la ciudad tendría fiesta y por tanto se cerraban los comercios.
Mi hermano tercio era uno de los seises del colegio de Infantes –además de sus ensayos semanales– en estas fechas aumentaba su participación en la escolanía de la catedral, lo que se traducía en ensayos y más ensayos. Por su parte, mi madre debía tener muy limpia la vestimenta, ya que Tercio saldría en las diferentes procesiones y tenía que ir como la patena. Mi hermano estaba muy bien considerado entre la curia catedralicia, ya que poseía una voz privilegiada, aparte de ser un niño guapísimo y muy educado. Para el domingo de Ramos, después de la procesión, alguna vez le regalaban una palma, que mi abuela colocaba en el mirador del primer piso.
A lo que sí acudíamos, como todos los ciudadanos, era a las procesiones, sobre todo a aquellas que se celebraban el Jueves y el Viernes Santo. Durante la espera el público se disponía en las aceras a lo largo de la carrera procesional por las calles principales de la ciudad, los vecinos que tenía la suerte de vivir en los recorridos solo tenían que asomarse a sus balcones, que se llenaban de amigos y conocidos. En estos momentos se veían diferentes actitudes, aunque todas eran de respeto. El universo de los niños siempre tenía diferente realidad que la de los adultos, así ocurría que jugábamos con unas pelotas de serrín –los chicos las empleaban para levantar las faldas a las muchachas–, las cuales comprábamos en unos puestos que se situaban estratégicamente en lugares más anchos a lo largo de la carrera procesional, en donde también se podían comprar carracas o rodajas de coco, entre otras cosas para hacer la espera más llevadera o más bien para hacer negocio, ya que sabían que durante las fiestas los padres eran más dados a gastar dinero.
Al llegar la procesión un silencio sepulcral se apoderaba del espacio, tan solo roto por la música de tambores y trompetas. Cada paso procesional pertenecía a una cofradía, los hermanos cofrades acompañaban a sus pasos como penitentes vestidos con capirote todos del mismo color, que se diferenciaba de otras cofradías por tener diferentes colores, un uniforme que a todos les hacía anónimos, sin embargo, a veces jugábamos a distinguir de quién se trataba, por los zapatos, por el volumen corporal, por las manos o por las gafas que salían a través de los agujeros de tela hechos especialmente para los ojos. Acompañando a los pasos también iban mujeres de riguroso luto con peinetas, algunas de una belleza extrema, que aunque fueran muy recatadas, despistaban la mirada de todos, no ocurría así con otras que aunque se vistieran elegantes permanecían fuera de toda estética femenina.

            En nuestra familia la cocina era el lugar en donde sí sentíamos que era Semana Santa. Mi madre era una gran cocinera y mejor gourmet, a lo largo de su matrimonio había desarrollado sus virtudes culinarias hasta el extremo, ya que mi padre apenas comía, sólo le gustaban algunos dulces y tenía una tendencia natural a aburrirse de las comidas. Sin embargo, mi madre hizo del defecto de mi padre, su gran virtud y buscó la manera de hacer diferentes platos exquisitos que le abrieran el apetito, de los que disfrutábamos todos, principalmente a lo largo de las distintas fiestas que se desarrollaban. En estas fiestas, había varios platos que sobresalían en su repertorio y que hacían las delicias de mi padre. Cuando comenzada la Cuaresma, acudía al mercado de abastos y compraba bacalao en salazón, que el dependiente le cortaba con una guillotina especial para ese pescado, lo distribuía para las diferentes comidas e iba desalándolo según su planificación. Con el lomo, hacía un bacalao con tomate que quitaba el hipo, a mi padre le encantaba el bacalao y aunque sólo se tomaba una tajadita, siempre era la más gorda. Con la falda del pescado, los viernes hacía el potaje de vigilia, pero también unos buñuelos que a mi padre le pirriaban –como decía mi madre–.

Pero su plato fuerte eran las torrijas, las hacía por primera vez para el día del padre y luego durante toda la Semana Santa. Mi madre no hacía una barra de pan, sino que convertía la cocina en un obrador de pastelería, ya que éramos muchos y muy golosos. Así ocurría que en casa olía a caramelo, a leche dulce y canela haciendo que nuestros recuerdos busquen cada Semana Santa imitar esos aromas que nos recuerdan que una vez fuiste lo esencial en nuestras vidas.

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