SEMANA SANTA
Mi casa estaba a mitad de camino
entre el seminario y la catedral, por lo que todas las fiestas litúrgicas resonaban
en mi atmósfera de una manera especial. Un continuo ir y venir de sotanas
negras aparecían constantemente como un teatro representado para nuestras
retinas, lo que nos anunciaba que alguna fiesta estaba celebrándose. No
obstante, otras pistas como el aumento de gente en la calle o las prisas por
comprar también denotaban que la ciudad tendría fiesta y por tanto se cerraban
los comercios.
Mi
hermano tercio era uno de los seises del colegio de Infantes –además de sus
ensayos semanales– en estas fechas aumentaba su participación en la escolanía
de la catedral, lo que se traducía en ensayos y más ensayos. Por su parte, mi
madre debía tener muy limpia la vestimenta, ya
que Tercio saldría en las diferentes procesiones y tenía que ir como la patena.
Mi hermano estaba muy bien considerado entre la curia catedralicia, ya que
poseía una voz privilegiada, aparte de ser un niño guapísimo y muy educado.
Para el domingo de Ramos, después de la procesión, alguna vez le regalaban una
palma, que mi abuela colocaba en el mirador del primer piso.
A
lo que sí acudíamos, como todos los ciudadanos, era a las procesiones, sobre
todo a aquellas que se celebraban el Jueves y el Viernes Santo. Durante la
espera el público se disponía en las aceras a lo largo de la carrera
procesional por las calles principales de la ciudad, los vecinos que tenía la
suerte de vivir en los recorridos solo tenían que asomarse a sus balcones, que
se llenaban de amigos y conocidos. En estos momentos se veían diferentes
actitudes, aunque todas eran de respeto. El universo de los niños siempre tenía
diferente realidad que la de los adultos, así ocurría que jugábamos con unas
pelotas de serrín –los chicos las empleaban para levantar las faldas a las
muchachas–, las cuales comprábamos en unos puestos que se situaban
estratégicamente en lugares más anchos a lo largo de la carrera procesional, en
donde también se podían comprar carracas o rodajas de coco, entre otras cosas
para hacer la espera más llevadera o más bien para hacer negocio, ya que sabían
que durante las fiestas los padres eran más dados a gastar dinero.
Al
llegar la procesión un silencio sepulcral se apoderaba del espacio, tan solo roto
por la música de tambores y trompetas. Cada paso procesional pertenecía a una
cofradía, los hermanos cofrades acompañaban a sus pasos como penitentes
vestidos con capirote todos del mismo color, que se diferenciaba de otras cofradías
por tener diferentes colores, un uniforme que a todos les hacía anónimos, sin
embargo, a veces jugábamos a distinguir de quién se trataba, por los zapatos,
por el volumen corporal, por las manos o por las gafas que salían a través de
los agujeros de tela hechos especialmente para los ojos. Acompañando a los
pasos también iban mujeres de riguroso luto con peinetas, algunas de una
belleza extrema, que aunque fueran muy recatadas, despistaban la mirada de
todos, no ocurría así con otras que aunque se vistieran elegantes permanecían fuera
de toda estética femenina.
En nuestra familia la cocina era el
lugar en donde sí sentíamos que era Semana Santa. Mi madre era una gran
cocinera y mejor gourmet, a lo largo de su matrimonio había desarrollado sus
virtudes culinarias hasta el extremo, ya que mi padre apenas comía, sólo le
gustaban algunos dulces y tenía una tendencia natural a aburrirse de las
comidas. Sin embargo, mi madre hizo del defecto de mi padre, su gran virtud y
buscó la manera de hacer diferentes platos exquisitos que le abrieran el
apetito, de los que disfrutábamos todos, principalmente a lo largo de las
distintas fiestas que se desarrollaban. En estas fiestas, había varios platos
que sobresalían en su repertorio y que hacían las delicias de mi padre. Cuando
comenzada la Cuaresma, acudía al mercado de abastos y compraba bacalao en
salazón, que el dependiente le cortaba con una guillotina especial para ese
pescado, lo distribuía para las diferentes comidas e iba desalándolo según su
planificación. Con el lomo, hacía un bacalao con tomate que quitaba el hipo, a
mi padre le encantaba el bacalao y aunque sólo se tomaba una tajadita, siempre
era la más gorda. Con la falda del pescado, los viernes hacía el potaje de
vigilia, pero también unos buñuelos que a mi padre le pirriaban –como decía mi
madre–.
Pero su plato fuerte eran las torrijas, las hacía por primera vez para el
día del padre y luego durante toda la Semana Santa. Mi madre no hacía una barra
de pan, sino que convertía la cocina en un obrador de pastelería, ya que éramos
muchos y muy golosos. Así ocurría que en casa olía a caramelo, a leche dulce y
canela haciendo que nuestros recuerdos busquen cada Semana Santa imitar esos
aromas que nos recuerdan que una vez fuiste lo esencial en nuestras vidas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario