EL PATIO DE RECREO DE CINCA
Nací
en una época en la que los niños podían permanecer en la calle sin ningún
peligro, en la que los hermanos mayores cuidaban de los pequeños, en la que las
personas mayores eran co-educadoras y se hacían responsables de que a los niños
no les sucediera nada y si les sucedía, de atenderlos, una época de mi vida en
la que la dimensión tiempo no tenía poder sobre mí. Por todo esto, los niños no
temíamos frecuentar la calle para jugar y así trascurrió mi infancia, sobre
todo el tiempo libre que permitía el colegio y sus tareas,.
El
lugar más frecuentado por todos los vecinos del lugar, era la plaza del
Ayuntamiento o como se llamaba entonces la plaza del Generalísimo – los niños la llamábamos “la yunta” –. Ese era nuestro patio de juegos, el cual estaba enmarcado
por cuatro edificios emblemáticos que lo hacían extraordinariamente bello, al
Norte limitaba con el Palacio Arzobispal, al Este con la Catedral, al Oeste con
el Ayuntamiento y al Sur con el Palacio de Justicia.
Este
espacio se percibía distinto según las épocas del año: en otoño, la lluvia
interpretaba su sinfonía con el crepitar de las gotas, los goterones se
precipitaban desde lo alto instando a la gente a las prisas, el agua caía
humedeciendo las piedras y las hiedras que habían prendido su existencia sobre
el almohadillado del piso bajo del edificio del Ayuntamiento, se convertía en
el lugar idóneo para que las niñas buscáramos caracoles, cantando la canción:
“caracol, col, col, saca los cuernos al sol, que tu padre y tu madre ya los
sacó”, las piedras se tornaban grises y marcaban el comienzo de una agenda
escolar que regía la vida de niños y mayores; en invierno la plaza era
inhóspita y fría, alrededor de la torre de la catedral se formaban unas
corrientes de aire que eran peligrosas para los catarros y para las faldas de
las muchachas. Tan sólo acudíamos a la plaza si algún sábado o domingo por la
mañana hacía muy buen día, entonces mi madre nos lavaba el pelo y nos hacía ir
a “la yunta” a que se nos secara al sol, veíamos a los turistas embelesarse con
la ciudad y hablar en otros idiomas que nos hacían imaginar otros mundos que
alguna vez podríamos visitar; en primavera, la plaza tomaba vida, la gente ya
no pasaba de largo sino que permanecía, así desde que comenzaba el cambio de
hora –a finales de marzo– y las noches tardaban en llegar, los muchachos
acudíamos tras terminar las tareas del cole y jugábamos. En esa plaza he jugado
al “güa”, al corro de las patatas, a policías y ladrones, con los patines, a
“Churro, media manga, manga entera”, a matar, a la comba, a las muñecas, al
escondite inglés… a todos los juegos de niños posibles e imaginables. En esa
plaza nos hemos subido a los monumentos –entonces no entendíamos de arte– hasta
que nos pillaba algún mayor y nos hacía bajar. Hemos besado el anillo al
Cardenal cuando salía de su palacio y nos hacía el gesto para que le besáramos
la mano. En esta plaza acunamos una infancia feliz, llena de amor y amistad. Pero
si había una época del año en la que disfrutábamos con extrema fruición, era el
período de las fiesta del Corpus, entonces la plaza se
transformaba en un lugar extraordinario, con nuevas perspectivas por descubrir.
En un primer momento los operarios del Ayuntamiento instalaban una
tarima-escenario en donde se desarrollaban espectáculos y conciertos
específicos para las fiestas, los niños ya sabíamos que aquello comenzaba, el
entramado de hierro que se necesitaba para soportar la tarima se nos antojaba un
lugar en donde las geometrías se convertían en nuestra zona preferida para
correr, para escondernos, para vivir la plaza. De pronto el espacio se
convertía en un lugar mágico, en donde desarrollábamos nuestra imaginación. En
los días previos –que casi siempre coincidía que no teníamos colegio por la
tarde– podíamos ver representaciones en esos escenarios, así como ensayar a
cantantes, bailarines, actores..., allí he visto los coros y las danzas de
numerosos pueblos de Toledo y de otras provincias, he visto a Raphael, a Jaime
Morei, a Alberto Cortez, a George Mustaki, a Tete Montoliu…etc. y tantos que ya
no recuerdo. Mi madre coleccionaba autógrafos de estos artistas. Nosotros no comprábamos
entrada en los conciertos, pero siempre estábamos en el ensayo y lo escuchábamos
desde las barreras que situaban en los accesos a la plaza, estos se abrían cuando
quedaban veinte minutos para terminar dejando pasar a todo el mundo, ya que
durante el tiempo que estaban cerradas, si algún vecino quería pasar por la
plaza, porque fuera su ruta acostumbrada, debía darse la vuelta por otras
calles, un camino largo que disparaba las quejas de éstos, por lo que el
Ayuntamiento daba la orden de abrir las barreras al final del concierto.
En
verano, las altas temperatura calentaba las vetustas piedras, el calor se hacía
inaguantable y solo podíamos disfrutarla por la mañana temprano y al atardecer
en que los vencejos chillaban agitados habitando por cientos el cielo,
despejando de mosquitos toda la plaza. En esas fechas, nos dejaban estar en la
calle hasta bien entrada la noche, ya que eran los únicos momentos en los que
la ciudad podía respirar. Sin embargo, los mejores recuerdos se fraguaban en verano,
ya que gracias a las vacaciones escolares el tiempo libre aumentaba y nos
permitían estar mucho más.
En mi
infancia fueron mis ojos observadores de primera en un lugar privilegiado y hoy
mi memoria no se cansa de evocar bellos recuerdos que están grabados.
Lola Lirola, Toledo 9 de abril de 2015
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