viernes, 10 de abril de 2015

EL PATIO DE RECREO DE CINCA
            Nací en una época en la que los niños podían permanecer en la calle sin ningún peligro, en la que los hermanos mayores cuidaban de los pequeños, en la que las personas mayores eran co-educadoras y se hacían responsables de que a los niños no les sucediera nada y si les sucedía, de atenderlos, una época de mi vida en la que la dimensión tiempo no tenía poder sobre mí. Por todo esto, los niños no temíamos frecuentar la calle para jugar y así trascurrió mi infancia, sobre todo el tiempo libre que permitía el colegio y sus tareas,.
El lugar más frecuentado por todos los vecinos del lugar, era la plaza del Ayuntamiento o como se llamaba entonces la plaza del Generalísimo – los niños la llamábamos “la yunta” –. Ese era nuestro patio de juegos, el cual estaba enmarcado por cuatro edificios emblemáticos que lo hacían extraordinariamente bello, al Norte limitaba con el Palacio Arzobispal, al Este con la Catedral, al Oeste con el Ayuntamiento y al Sur con el Palacio de Justicia.
Este espacio se percibía distinto según las épocas del año: en otoño, la lluvia interpretaba su sinfonía con el crepitar de las gotas, los goterones se precipitaban desde lo alto instando a la gente a las prisas, el agua caía humedeciendo las piedras y las hiedras que habían prendido su existencia sobre el almohadillado del piso bajo del edificio del Ayuntamiento, se convertía en el lugar idóneo para que las niñas buscáramos caracoles, cantando la canción: “caracol, col, col, saca los cuernos al sol, que tu padre y tu madre ya los sacó”, las piedras se tornaban grises y marcaban el comienzo de una agenda escolar que regía la vida de niños y mayores; en invierno la plaza era inhóspita y fría, alrededor de la torre de la catedral se formaban unas corrientes de aire que eran peligrosas para los catarros y para las faldas de las muchachas. Tan sólo acudíamos a la plaza si algún sábado o domingo por la mañana hacía muy buen día, entonces mi madre nos lavaba el pelo y nos hacía ir a “la yunta” a que se nos secara al sol, veíamos a los turistas embelesarse con la ciudad y hablar en otros idiomas que nos hacían imaginar otros mundos que alguna vez podríamos visitar; en primavera, la plaza tomaba vida, la gente ya no pasaba de largo sino que permanecía, así desde que comenzaba el cambio de hora –a finales de marzo– y las noches tardaban en llegar, los muchachos acudíamos tras terminar las tareas del cole y jugábamos. En esa plaza he jugado al “güa”, al corro de las patatas, a policías y ladrones, con los patines, a “Churro, media manga, manga entera”, a matar, a la comba, a las muñecas, al escondite inglés… a todos los juegos de niños posibles e imaginables. En esa plaza nos hemos subido a los monumentos –entonces no entendíamos de arte– hasta que nos pillaba algún mayor y nos hacía bajar. Hemos besado el anillo al Cardenal cuando salía de su palacio y nos hacía el gesto para que le besáramos la mano. En esta plaza acunamos una infancia feliz, llena de amor y amistad. Pero si había una época del año en la que disfrutábamos con extrema fruición, era el período de las fiesta del Corpus, entonces la plaza se transformaba en un lugar extraordinario, con nuevas perspectivas por descubrir. En un primer momento los operarios del Ayuntamiento instalaban una tarima-escenario en donde se desarrollaban espectáculos y conciertos específicos para las fiestas, los niños ya sabíamos que aquello comenzaba, el entramado de hierro que se necesitaba para soportar la tarima se nos antojaba un lugar en donde las geometrías se convertían en nuestra zona preferida para correr, para escondernos, para vivir la plaza. De pronto el espacio se convertía en un lugar mágico, en donde desarrollábamos nuestra imaginación. En los días previos –que casi siempre coincidía que no teníamos colegio por la tarde– podíamos ver representaciones en esos escenarios, así como ensayar a cantantes, bailarines, actores..., allí he visto los coros y las danzas de numerosos pueblos de Toledo y de otras provincias, he visto a Raphael, a Jaime Morei, a Alberto Cortez, a George Mustaki, a Tete Montoliu…etc. y tantos que ya no recuerdo. Mi madre coleccionaba autógrafos de estos artistas. Nosotros no comprábamos entrada en los conciertos, pero siempre estábamos en el ensayo y lo escuchábamos desde las barreras que situaban en los accesos a la plaza, estos se abrían cuando quedaban veinte minutos para terminar dejando pasar a todo el mundo, ya que durante el tiempo que estaban cerradas, si algún vecino quería pasar por la plaza, porque fuera su ruta acostumbrada, debía darse la vuelta por otras calles, un camino largo que disparaba las quejas de éstos, por lo que el Ayuntamiento daba la orden de abrir las barreras al final del concierto.
En verano, las altas temperatura calentaba las vetustas piedras, el calor se hacía inaguantable y solo podíamos disfrutarla por la mañana temprano y al atardecer en que los vencejos chillaban agitados habitando por cientos el cielo, despejando de mosquitos toda la plaza. En esas fechas, nos dejaban estar en la calle hasta bien entrada la noche, ya que eran los únicos momentos en los que la ciudad podía respirar. Sin embargo, los mejores recuerdos se fraguaban en verano, ya que gracias a las vacaciones escolares el tiempo libre aumentaba y nos permitían estar mucho más.
En mi infancia fueron mis ojos observadores de primera en un lugar privilegiado y hoy mi memoria no se cansa de evocar bellos recuerdos que están grabados.

Lola Lirola, Toledo 9 de abril de 2015

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