Para
mí la alegría llegaba al alma con la primavera, siempre llovía y lo recuerdo porque
era el cumpleaños de mi hermano Tercio. Ese año cayó agua como si no hubiera un
mañana, en abundante caudal bajaba desde la Calle de Arco Palacio, atravesaba
la plaza del Ayuntamiento y seguía su camino para juntarse con la que llegaba
apresurada de la Calle de la Ciudad, ambos torrentes unían su cauce en el
inicio de la Calle Pozo Amargo buscando el camino cuesta abajo hacia una
horizontal, yo venía del Ayuntamiento y mis pequeñas piernas no daban más de sí
para saltar los torrentes que se había formado, si pisaba el agua sabía que era
bronca segura, ya que tenía una tendencia natural a resfriarme, así que opté
por refugiarme bajo una de las puertas de los almacenes de los operarios del
ayuntamiento, no veía la manera de salir, estaba segura que en casa estarían
preocupados por mí, no hacía mucho que me quedé dormida debajo de un aparador
del salón y se lío una muy gorda en casa, ya que toda la familia estuvo buscándome
pensando que algo malo me había pasado. Mi preocupación crecía y no veía a
nadie conocido para pedirle ayuda, de pronto vi al hijo del practicante,
parecía fuerte, seguro que se acordaba de mí, ya que yo solía frecuentar la
clínica de su padre, efectivamente, él mismo intuyó mi zozobra y se ofreció
para cruzarme aquel torrente que se había formado, me cogió en sus brazos como si
de una pluma se tratase y me llevó a salvo, así se convirtió para mí en un
héroe.
Agustín
Barahona era un practicante que tenía una clínica en la calle Santa Isabel, yo
por cuestiones de salud la tuve que visitar en numerosas ocasiones, a veces
incluso él venía a mi casa. Desde que nací, yo tenía problemas respiratorios,
lo que se traducía en constipados que debían ser tratados con
medicación que requería pinchazos de la agujas del practicante. La clínica olía
raro, incluso cuando él venía a casa, solía llevar un maletín, del que sacaba
un recipiente de acero inoxidable en donde quemaba alcohol –eso era lo que olía
raro– necesario para esterilizar la jeringuilla. Eran tantos los resfriados que
había cogido en mi corta vida, que ese año el medico decidió operarme de las
anginas. Esa fue mi primera intervención, algo de poca importancia ya que fue ambulatoria,
a la cual acudí con mi hermano Segundo y como era tan pequeña, él me tuvo que sentar
en sus piernas para facilitar la labor de los médicos, yo pensé que estando mi
hermano nada me podría pasar, enseguida se esfumaron los pensamientos, ya que me
durmieron totalmente con una mascarilla. Cuando me desperté tan sólo recuerdo
la sensación húmeda de cuando me oriné sobre él, íbamos para casa en un taxi.
Mi casa se convirtió en un ir y venir de gente, tías, vecinas, abuelos y amigas
de mi madre, todas ellas traían helados, natillas y yogures que yo no podía
comer porque me dolía mucho –algo que les vino muy bien a mis hermanos que
dieron cuenta de todos los majares–. Al llegar a casa mi madre me instaló en su
cama, para mi ese era el mejor lugar en donde recuperarme de ese dolor en la
garganta. La cama de mi madre era grande y tenía su aroma impregnado, aroma de
su amor que tanto necesitaba, aroma a su sonrisa, aroma a su dedicación, a la
necesidad de que me solucionaran los problemas. Ese año tuvo que ser muy duro
para ella, ya que por desgracia fueron muchas las veces que mi madre me metió
en su cama.
Ese
año fue muy duro, sin embargo ocurrió algo que marcaría toda mi vida –como
siempre me ha ocurrido en los malos momentos, la vida para compensar me ha dado
los mejores regalos–. Ese año colocaron en frente de mi casa la galería de arte
Tolmo -se podía ver desde la ventana del comedor de casa-, fundada por unos jóvenes que comenzaban su andadura en el arte. Ellos
reformaron un sótano, que parecía imposible entre en luz, en un espacio en
donde se podía ver arte, prácticamente era el único lugar en la ciudad en donde
se podía disfrutar de arte contemporáneo. Ya llevaban varios días entrando y
saliendo del local, nosotros aún no sabíamos qué iban a poner allí. Un día
estaba mi hermano Segundo escuchando un remix de The Beatles, el continuo
cambio de ritmo era dinámico y apetecible –yo conocía todas las canciones, las
tatareaba en un inglés inventado–, cuando a nuestra ventana se asomó un joven
con gafas y nos pidió que por favor pusiéramos una música más homogénea no tan
cambiante, ya que estaban pintando al ritmo de ella y tanto cambio les
confundía. Nosotros muy educados accedimos a tal petición, no sin aprovechar
para preguntarle a qué iban a dedicar el local, a lo que respondió que sería
una galería de arte. Algo que nos extrañó mucho ya que no era algo muy común en
nuestro ambiente familiar.
Ese
fue el principio de mi gran pasión por el arte contemporáneo, toda mi infancia
la pasé imbuyéndome de imágenes de arte que calaron en mi subconsciente, la
mayoría de las veces no tenía ni idea de lo que estaba mirando. Efectivamente
la galería se inauguró y comenzó un continuo ir y venir de artistas y
exposiciones. El espacio quedó de lo más correcto, según se entraba existía un área
en donde se podían establecer cuatro y cinco cuadros, la sala dividía su
espacio gracias a una gran escalera de caracol de hierro que subía al primer piso, en frente
otra escalera conducía a una gran sala bajo tierra –casi una cueva– en donde se
podían ver la mayoría de las obras. Otras estancias se distribuían al fondo de
la sala a píe de calle, también cavadas bajo tierra, allí había una exposición
permanente de obras de autores que ya habían expuesto allí. Esta era una
galería pequeña pero coqueta. Cada quince días mi calle se llenaba de gente que
acudía a la inauguración de una nueva exposición. Yo solía acudir con mis
amigas, como entretenimiento a ver los distintos cuadros que colgaban en sus
paredes blancas. Es esas paredes vi obras de Lucio Muñoz, Eusebio Sempere,
Alberto Sánchez, Perelló, Amalia Avia, Pablo Serrano…etc., y de tantos
artistas, sin embargo no sabía lo que estaba mirando, años después he sido
consciente que mi amor por el arte procedía de un continuo acostumbrar mi
mirada a esas obras que yo no entendía. Mis amigas y yo íbamos cada vez que
podíamos a ver los cuadros, recorríamos las salas, subíamos las escaleras, nos
encantaba disfrutar de las obras como si entendiésemos de arte. Si alguien hablaba
de una obra, nos poníamos a su lado e intentábamos ver aquello que estaba
explicando.
Pero
lo que más me llamaba la atención era la casa de al lado de la galería, un piso
que habían alquilado como estudio de artistas los del grupo. Allí entraban y
salían todo tipo de jóvenes, muchos de ellos con barba, también había una chica
asiática –luego supe que se llamaba Kasué–, no se veía un ambiente muy distinto
al de mi familia. Alguna vez había pillado a mi abuela espiarlos desde el
mirador –que por algo se llamaba así–, para mí todo era en ellos era
emocionante. De entre todos el que más me gustaba era Raimundo de Pablos, a mí
se me recordaba a algún personaje de un cuadro que había visto en alguna parte,
otro de mis enamoramientos de niña. Pero también me llamaba la atención un
señor que salía en la televisión –Fernando de Giles–, según mi madre era un
reportero de guerra y es que siempre he sido muy impresionable.
Estos
fueron mis primeros contactos con el arte, gracias a ellos quise forzarme a
aprender esa semántica que no entendía, que mi retina no tenía como familiar.
Gracias a esa galería aprendí que el arte debe estar al alcance de todos, pero
no todos entienden su lenguaje, también entendí que la vida te habla, pero que
a cada uno con su propio idioma.
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